En la Capilla Sixtina se vota y en la Casa Santa Marta se desayuna, se almuerza, se cena, se reza, se duerme. Incluso se bebe. Hace algunos días trascendió que un cardenal extranjero —la anécdota la contó un arzobispo italiano— se creía que las bebidas del minibar eran gratis, y decidió invitar a otros purpurados a su habitación. Al día siguiente comprobó en la factura que, salvo en los días sagrados del cónclave que empieza el miércoles, la residencia de Santa Marta es lo que es, un hotel de paso para los eclesiásticos que recalan Roma y una especie de colegio mayor para trabajadores del Vaticano, aunque Jorge Mario Bergoglio decidiera nada más ser elegido irse a vivir allí, para sorpresa, escándalo y malestar ―sucesivamente— de la curia romana.
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