El estudio de la política no puede ser exclusivo de juristas o politólogos. Cuando lo político permea los aspectos de la vida social, entender cómo funcionan y cómo fallan los engranajes del poder, es requisito de ciudadanía. En las últimas décadas, hemos sido testigos de una singularidad, mientras diseños institucionales se han vuelto más sofisticados en el papel, su funcionamiento muestra signos de disfuncionalidad. De allí, la necesidad de comprender por qué, a pesar de contar con marcos constitucionales -en apariencia- robustos, las democracias modernas experimentan crisis recurrentes de gobernabilidad.
La hipótesis, es que, el desequilibrio institucional constituye un factor primordial en la degradación democrática, surgiendo tres observaciones empíricas ineludibles. La paradoja de la eficiencia, el efecto dominó institucional y la ironía participativa.
En la naturaleza, política y vida misma, el equilibrio no es un lujo, sino condición de supervivencia. Los ecosistemas colapsan cuando una especie domina; el cuerpo enferma cuando un órgano falla; las sociedades se fracturan cuando el poder se concentra o la anarquía disuelve el orden. Este principio, que rige el universo, alcanza su máxima expresión en el frágil arte de gobernar y vivir en democracia.
Vivimos en la era de los extremos, trabajamos hasta el agotamiento o caemos en la apatía; nos entregamos al consumismo desenfrenado o al ascetismo autoimpuesto. Este desbalance existencial tiene consecuencias sociales; ciudadanos exhaustos para participar, o demasiado alienados para preocuparse por lo público.
Cuando excesos se vuelven sistema, la historia señala, que los regímenes más destructivos surgen de los desequilibrios institucionalizados, de las tiranías de la mayoría que oprimen minorías, -como el nacionalismo excluyente-, y las minorías activistas, que secuestran la agenda común -tal como los grupos de presión no representativos-.
Los hiperliderazgos que reemplazan las instituciones, generan un estado de postración extrema, tensión e insuficiencia. Las democracias mueren primero por asfixia institucional, y luego por golpes repentinos. Los signos del deterioro de la degradación democrática se presentan cuando los presidentes legislan por decreto, controlan tribunales y silencian contralores; los legisladores atrofiados en parlamentos convertidos en notarías de decisiones ajenas, ya por fragmentación partidaria o cooptación; y jueces que sentencian con calculadora electoral en lugar de códigos legales.
Los nuevos leviatanes, partidos zombis en estructuras huecas que sobreviven por maquinarias electorales, no por ideas o representación, las tecnocracias opacas, bancos centrales y agencias reguladoras que deciden sin rendir cuentas. Y, los medios tribalizados, que abandonan su rol de contrapoder para convertirse en megáfono de facciones.
Con efectos peligrosos como la desconfianza, que genera un círculo vicioso de alarma, cuando los ciudadanos descreen de instituciones percibidas como injustas o inútiles, la deserción cívica alimenta soluciones autoritarias.
Los gobiernos, en lugar de reformar, replican vicios que los llevaron al poder. Se impone reconstruir el centro con programas de rescate democrático. Reformas constitucionales, prohibir reelecciones indefinidas, exigir mayorías calificadas para reformas clave. Y lo más importante, una democracia directa controlada por iniciativas populares de ley con umbrales altos pero alcanzables. La reinvención de la representación, alentando primarias abiertas obligatorias para evitar candidatos impuestos por cúpulas. Y en lo electoral, circunscripciones mixtas que combinen la representación proporcional.
Propiciar una justicia blindada, auspiciando Magistraturas con participación ciudadana verificada (no designaciones políticas); Fiscalías anticorrupción con autonomía presupuestaria y operativa. Educación cívica con simulacros de gobierno escolar y talleres de negociación legislativa. Medios públicos y privados independientes, y la financiación de programas de excelencia por impuestos específicos, no por presupuestos discrecionales.
La democracia del siglo XXI enfrenta una rareza, nunca hubo tantos mecanismos técnicos para garantizar equilibrio (controles, algoritmos, constituciones detalladas), pero jamás tan frágiles los resultados. La explicación está en que descuidamos el factor humano, sin ciudadanos vigilantes, sin funcionarios íntegros, sin líderes que valoren más el futuro que el próximo sondeo, ningún sistema puede sostenerse.
El equilibrio no es un punto estático, sino la habilidad de corregir la marcha. Hoy, esa corrección exige resetear instituciones y replantear el contrato social. El sistema político del país requiere incorporar y alcanzar nuevos equilibrios, para evitar la pérdida de legitimidad. El clientelismo, la compra de votos, el patronazgo y la cultura del “vivaracho” ya no son suficientes como arreglos que resuelvan los retos políticos, sociales y económicos de la ciudadanía. El desafío no es volver a un pasado idealizado, sino construir un nuevo centro capaz de navegar las tormentas que vienen.
@ArmandoMartini