Señalar que existe democracia porque el ciudadano puede votar, es como afirmar que un rehén es libre, ya que, sus captores le permiten respirar; o tan falaz, como llamar «justo» a un juicio donde el verdugo es juez, el pueblo reo y las pruebas se escriben a conveniencia del opresor.
Un sistema diseñado para engañar, mejorando los mejores tiempos de las tiranías bananeras. Ingeniería electoral perversa, en la que, se combinan tácticas para elaborar una ilusión de legitimidad. El arte del embuste institucionalizado, ha transformado las elecciones en un ritual de artimañas para embaucar, donde el voto no es un derecho, sino una herramienta de dominio. Y en esa fachada, se encubre la desfiguración del anhelo popular, para eternizar el poder, normalizar y vender la falsedad de pluralismo. Quienes creen con buena intención, en sufragar sin condiciones, son partícipes, por acción u omisión, de la mayor estafa política del continente.
El sufragio, en su sentido más puro, es el instrumento de autodeterminación popular. El proceso electoral no es un teatro de sombras en la que se estrangula la intención del pueblo tras un velo de legalidad, mientras se oculta la negación de libertad y diversidad. Se aniquila el gobierno del pueblo, alegando su quebranto, cuando en realidad es una dictadura maquillada. El voto sin libertad, es connivencia disfrazada de participación, avalada por aliados que contribuyen -por beneficio, convicción o resignación- a revestir de legitimidad lo ilegítimo.
¿Cuál es la justicia electoral, cuando hay candidatos exiliados, inhabilitados o encarcelados por el crimen de pensar distinto?
¿Qué equilibrio aluden, cuando el Estado funciona como apéndice propagandístico y el Poder Electoral es controlado por obedientes y leales?
¿Es transparente, cuando lo más sagrado de una democracia es el conteo de votos, que se esconde como secreto de Estado, y si cometes la osadía de mostrar un acta, eres delincuente?
¿Cuál nitidez, si los testigos -y en casos- sus familias, son intimidados y hechos prisioneros?
¿Dónde está la equidad, cuando el gobierno decide quién compite, quién gana y cuándo las reglas cambian, además, solo se permite rivalizar a quienes no amenazan el trono de los déspotas?
¿Dónde queda la integridad y el decoro, cuando la inhabilitación se ha convertido en un arma de exclusión que se quita y pone a placer, con descaro y conveniencia?
¿Dónde está la imparcialidad, si el gobierno usa el dinero del pueblo para premiar lealtades y castigar disidencias?
¿Qué libertad puede existir, cuando el hambre se usa como boleta electoral?
El continuismo, no celebra elecciones, organiza liturgias de sumisión. Evidenciando su intención de perpetuarse, aunque para ello, tenga que vaciar de contenido la democracia. Y, cuando la estafa previa es insuficiente, promueve perfiles débiles, enclenques; e invita a observadores cofrades y organismos sin credibilidad, que declaran «pureza» sin acceso a datos. Han trasfigurado la jornada de votación en un mercado de miseria.
A pesar de todo, unos pocos -por cálculo político, mansedumbre, complicidad ideológica- insisten en presentar simulacros como avances democráticos. Los mismos que callan ante la persecución de la disidencia y la violación de los Derechos Humanos. Su narrativa no es cándida, son un servil estorbo, domesticado con burocracia, que se ofrece a calmar inmoralidades, autenticar probidades y aparentar pluralismo.
Venezuela no necesita comicios decorativos, precisa saneamiento, autonomía de poderes, libertad política, restitución del Estado de derecho y un árbitro electoral creíble, imparcial. Mientras el voto sea un procedimiento entre sacrílegos, perjuros y sórdidos, no habrá régimen representativo, sino otra farsa en el manual de la acracia del siglo XXI. El sentido genuino del estadista, no se engaña con espejismos. Exige hechos. Y, los hechos gritan, que no hay democracia. El resto es habladera de pendejadas.
El gobierno de la mayoría no es protocolo, es un sistema de garantías. Las elecciones son competencia entre iguales, no un guion escrito con resultas prefijadas de adjudicaciones, apoyadas por marionetas y aplaudidas por alcahuetes. Y, quienes repiten -votar sin condiciones es soberanía popular-, avalan, -sin querer o no-, un modelo que destruye fundaciones, pisotea derechos, condena al exilio, ignorando que, sin instituciones independientes, el sufragio es una pesadilla. No basta con votar, hay que poder elegir.
La democracia no se mide por la frecuencia de la consulta, sino por la calidad e integridad del proceso. Y hoy, está secuestrado. No se trata de repudiar el valor del voto ni desalentar la participación. Es exigir condiciones que conviertan el acto electoral en la libre y soberana expresión del pueblo. A eso nos obliga la dignidad, la historia y la justicia.
No es depositar un voto, sino la certeza de que será respetada su decisión. Llamar democracia a esta distopía no es un error, es hipocresía, una mentira conveniente para quienes prefieren el silencio a la justicia.
El sistema democrático y el Estado de derecho no se improvisan, se construyen con reglas claras, árbitros imparciales y un ecosistema de libertades. Quien calla, firma su sentencia moral. Esta no es solo una lucha política, es una batalla por el alma de la nación.
¿Es esto democracia? No, es una burla a la inteligencia, un insulto a la razón y a la dignidad humana. Ninguna elección sirve si su resultado no refleja la voluntad y el mandato del pueblo.
Simón Bolívar dijo: «Huid del país donde uno solo ejerza todos los poderes, es un país de esclavos.» Hoy, Venezuela es ese país. Pero también es tierra de Rómulo Gallegos, quien enseñó, la dignidad no se negocia, y de José Antonio Páez, que demostró, la libertad se conquista.
@ArmandoMartini