Los grandes problemas europeos
La encrucijada que atraviesa Europa hoy no es simplemente una serie de desafíos, como muchos se han apresurado a decir, sino un cambio estructural que amenaza con modificar el curso de la historia del continente. Más que problemas inmediatos, estamos ante una disyuntiva existencial: Europa debe repensar su propio modelo, aceptar con pragmatismo sus debilidades y reajustar sus políticas a una realidad que ya no es la de hace décadas. Europa, como conjunto, está en un momento crucial, y la pregunta es si será capaz de afrontarlo o si sucumbirá a la irrelevancia.
Es Mario Draghi quien nos lo recuerda de manera nítida y contundente, como siempre que la situación lo exige. En sus palabras, resuena una advertencia clara: “O la UE emprende una revisión radical de su política industrial para revertir su declive competitivo frente a EE. UU. y a China, o el club comunitario se enfrenta a una lenta agonía y a la irrelevancia internacional”. Una afirmación que no puede ser más rotunda, pero que, al mismo tiempo, da la impresión de un diagnóstico que lleva tiempo siendo ignorado.
Sin embargo, la cuestión no se limita únicamente a la competencia económica. Como subraya el economista Jesús Fernández Villaverde, los problemas estructurales de Europa son mucho más profundos y complejos. “Para resolverlos se necesitan más de diez años para revertirlos y superarlos”, cita, y es en esta cifra de diez años donde se encuentra la clave de todo. Porque Europa, en su afán de mantener un modelo que, por décadas, parecía funcionar, ha sido incapaz de anticipar los cambios globales y adaptarse con rapidez a la nueva dinámica internacional. La crisis financiera de 2008, la pandemia del COVID-19, y la creciente competencia de potencias como China y Estados Unidos han puesto en evidencia una fragilidad estructural que ya no se puede esconder.
Y es que, en realidad, Europa no se enfrenta a una crisis que solo requiera respuestas rápidas, sino a una transformación que debe ser pensada a largo plazo. El viejo continente necesita replantearse la manera en que entiende su industria, su economía, su política, y su sociedad. Las reformas necesarias no pueden ser superficiales ni pasajeras. No se trata solo de evitar la irrelevancia, sino de reconfigurar un modelo que, por mucho tiempo, se creyó invulnerable. Es cierto que Europa sigue siendo el hogar de una parte de la innovación tecnológica, de la cultura democrática y de los derechos humanos, pero estas ventajas ya no son suficientes frente a un panorama global que exige adaptación, rapidez y una política más agresiva en todos los frentes.
Por ello, la cuestión que se plantea no es solo de liderazgo económico, sino también de supervivencia en un mundo cada vez más interconectado, pero también más competitivo. Europa debe comprender que no tiene el lujo de la calma. Cada decisión, cada reforma, cada paso debe ser dado con la conciencia de que el tiempo se agota, y que, de no tomar las riendas de su propio futuro, el continente podría caer lentamente en la irrelevancia.
El cambio estructural que Draghi menciona no puede quedar en una simple advertencia, ni mucho menos en un deseo de soluciones rápidas. Europa debe comprometerse a largo plazo con una serie de transformaciones que no solo toquen la política industrial, sino también el sistema financiero, la cohesión social, y la relación con el resto del mundo. De lo contrario, nos enfrentamos a una Europa que será irreconocible, que se verá atrapada entre las políticas proteccionistas de unos y los intereses de otros, como una nave que ya no sabe hacia dónde se dirige.
El problema estructural de Europa no es solo económico; es, en última instancia, existencial. Y para resolverlo, se necesita mucho más que voluntad: se requiere una visión clara y la capacidad de actuar, sabiendo que el futuro no será perdonado por la indecisión.
Frente al ascenso del gasto en pensiones y la reducción de la población laboral
La realidad europea de las últimas décadas no puede ser más clara: el envejecimiento de la población se está convirtiendo en una de las mayores amenazas para el futuro de la Unión. La vieja Europa, que se veía a sí misma como una civilización inmortal, está viendo cómo la estructura demográfica de sus sociedades se desploma, lo que traerá consigo consecuencias profundas, casi inevitables. No se trata ya de un tema de futuro lejano, sino de un presente palpable que amenaza con reconfigurar, para siempre, la economía y la vida social del continente.
Según las proyecciones de Eurostat, entre 2022 y 2100, la población de 65 años o más representará el 31,3% de la población total. Esto quiere decir que, en términos absolutos, uno de cada tres europeos será mayor de 65 años, lo cual, por sí solo, ya es una cifra alarmante. Un aumento de casi 40 millones de personas mayores en los UE-27. La tasa de dependencia, ese índice que nos habla de cuántas personas mayores y muy jóvenes dependen de la población activa, alcanzará el 56,5% en promedio en la UE, y en países como Francia y Finlandia, superará el 62%. En este contexto, el reto es mayúsculo. La población activa, esa que mantiene el aparato productivo de los países, está viendo cómo se reduce día tras día: entre 2009 y 2023, la población en edad laboral de la UE pasó de 272 millones a 263 millones, y se prevé que siga cayendo, alcanzando los 236 millones de aquí a 2050. Si Europa alguna vez se sintió fuerte por su juventud, hoy se ve atrapada en la ironía de ser una sociedad que envejece rápidamente, pero no es capaz de afrontar con la misma rapidez los retos que esto implica.
Lo que está en juego no es solo el bienestar de los jubilados, sino el futuro mismo del continente. El sistema de pensiones luce poco viable, en términos promedio representa el 10,4% del PIB de la UE, está cada vez más cerca de la quiebra, especialmente en países como España, donde el gasto llega al 12,8% del PIB, otros países como Francia :14,7 % del PIB, Italia:15,5 % ,Austria:14,6 %,Finlandia:12,8%, también lucen muy comprometidos.
Pero, ¿qué nos dicen estas cifras? Nos dicen que, mientras los ingresos del sistema de pensiones se ven cada vez más presionados por una población activa en declive y una economía que crece con lentitud, las previsiones de gasto en pensiones aumentan sin cesar. En términos sencillos: el sistema de seguridad social, tal como lo conocemos, es insostenible. ¿Qué hacer entonces ante semejante panorama? Las reformas que se avecinan en el horizonte, y que se han venido aplazando por años, no serán fáciles ni populares. Hay demasiados intereses, demasiadas sensibilidades sociales en juego. A la par, el crecimiento económico de la zona euro para 2025 se prevé muy bajo: solo un 0,9%. Y es que la economía europea, que ha crecido a trompicones durante años, parece haber tocado techo, o al menos ha llegado a un punto donde las reformas estructurales necesarias para adaptarse a los nuevos tiempos se vuelven más urgentes.
La situación, que no es nueva, pero se agudiza con cada año que pasa, nos deja ante una reflexión ineludible: Europa debe decidir, con rapidez y determinación, cómo quiere afrontar este desafío. ¿Con una reforma de las pensiones que implique una reducción drástica de los beneficios sociales, algo que podría sumir a millones de personas en la pobreza? ¿Con un aumento de impuestos que termine ahogando a las clases medias y merme la capacidad de las empresas, o con una austeridad que fragmente aún más a los países del sur y del este de Europa, donde la precariedad es ya una realidad palpable? Las respuestas no son fáciles, y aunque todos los caminos parecen llevar a la misma conclusión —la necesidad de una transformación estructural profunda—, la verdad es que no hay respuestas rápidas ni soluciones mágicas.
Lo que está claro es que la Europa de hoy, que alguna vez se creyó invulnerable, debe enfrentarse a su propia fragilidad. Y lo que decida hacer, no solo definirá su futuro, sino que marcará el tipo de sociedad que será capaz de sostener, o si, finalmente, la vieja Europa se disolverá, no por una invasión externa, sino por su incapacidad de adaptarse a las nuevas realidades demográficas, económicas y sociales.
Elevado y progresivo endeudamiento: el dilema de Europa
En los últimos años, Europa ha sido testigo de un fenómeno económico que ya no parece sorprender a nadie, pero que a medida que avanza, va dejando tras de sí una estela de inquietudes y paradojas. Hablo, claro, del progresivo y elevado endeudamiento de sus países, ese monstruo que crece sin descanso, a menudo bajo la apariencia de una estabilidad que ya no parece ser tal. La relación entre la deuda pública y el Producto Interno Bruto (PIB) se ha convertido en uno de los principales indicadores de la salud económica del continente, y los datos que surgen de Eurostat no dejan lugar a dudas: la situación es, cuando menos, alarmante.
Tomemos como ejemplo a Francia. En 2006, su ratio de deuda/PIB era de un modesto 45,3%. Hoy, en 2024, esa cifra ha alcanzado el 113%. España no se queda atrás: de un 68,6% en 2006 a un 101,8% en 2024. Italia, con su economía siempre frágil, presenta un cambio aún más significativo: de un 30,6% en 2006 a un 135,3% en la actualidad. Y Grecia, el país que durante años estuvo en el ojo del huracán debido a su deuda impagable, ha visto cómo su ratio se eleva del 58,3% en 2006 al 153,6% en 2024. Números que, a pesar de ser conocidos, no dejan de asustar.
Pero si en la mayoría de los países el aumento de la deuda es un proceso que no se detiene, y la que era una excepción notable: Alemania que en lugar de seguir el camino de sus vecinos había logrado reducir su ratio de deuda/PIB en un -3,3%, alcanzando un 63,5% en 2023,la resistencia de su economía frente a la contracción de la actividad económica y las crecientes necesidades de inversión han modificado el techo de la deuda y se propone un endeudamiento de 625.000 millones de euros en los próximos 5 años.
Lo que de manera incuestionable nos demuestra este panorama es la tendencia generalizada hacia un endeudamiento que parece imposible de frenar, una espiral que difícilmente puede ser sostenida a largo plazo y que muestra la enorme dificultad en la sostenibilidad financiera. El conjunto de la Unión Europea, con una ratio de deuda/PIB de 91,6%,para 2024, está muy por encima del umbral del 60% que Bruselas impuso como límite en el Tratado de Maastricht.
Europa, en este sentido, se enfrenta a una paradoja. Mientras que sus gobiernos insisten en mantener la estabilidad económica y política, el crecimiento de la deuda, lejos de ser solo una cifra contable, se está convirtiendo en una amenaza estructural. El miedo, sin embargo, es que esta espiral de endeudamiento no solo sea una herencia de la crisis financiera de 2008, sino también una señal de una incapacidad de adaptación a las nuevas realidades económicas globales. Lo que está claro es que, a menos que Europa se decida a tomar medidas drásticas y transformadoras, los niveles de deuda actuales no solo serán insostenibles, sino que podrían marcar el principio de un largo proceso de declive económico. Al finalizar estas líneas el planteamiento para ampliar el gasto en defensa con el objetivo de reforzar las capacidades y autonomía estratégica ha sido anunciado. Alemania con un fondo especial de 100. 000 millones de euros, Francia con un plan de gasto de 413.000 millones, Suecia y Finlandia con un incremento del 40 % respecto a sus presupuestos anteriores y España ya ha aumentado a 1,2 % del PIB y llegara al 2%.
El dilema, pues, no es solo económico, sino también político. ¿Cómo pueden los gobiernos europeos seguir manteniendo políticas públicas y sociales que dependen de un endeudamiento creciente? ¿Hasta qué punto la UE, con su rígido marco fiscal, podrá continuar sosteniendo la estabilidad de sus naciones si las cifras de deuda siguen aumentando? La respuesta parece más incierta que nunca. El futuro de la economía europea está, sin duda, estrechamente ligado a su capacidad para resolver este gigantesco problema. Y en un continente donde la historia y la economía se han entrelazado tantas veces, este nuevo capítulo, el del endeudamiento, promete ser uno de los más complejos.
Déficit fiscal: el desafío de la sostenibilidad financiera europea
En el panorama económico europeo, el déficit fiscal se ha convertido en un lastre que cada vez resulta más difícil de deshacerse. De hecho, hasta 19 de los Estados miembros de la Unión Europea tienen un déficit público superior al 3% del PIB, un umbral que, según las normas de Bruselas, debería ser una excepción, pero que hoy parece haberse convertido en la regla. Se exceptúan : Luxemburgo :1 % ,Países Bajos: 1,4% ,Suecia: 1,5 %, Irlanda 0,5 %,Bulgaria 0,8 %,Estonia: 2,6 %,Finlandia: 2,9 %Rumania: 2,8 %, Austria:2,5 % que logran mantener su balance en terreno positivo, una excepción que, lejos de aliviar la preocupación, resalta la disparidad de la situación fiscal del continente.
Vemos el déficit fiscal de algunas de las principales economías de la zona euro en :-3,15 % en España, -5,8% en Francia y 3,4% en Italia. Todos por encima del 3% de déficit, lo que coloca a estos países en una posición comprometida, tanto desde el punto de vista económico como político. No solo se enfrentan a la tarea de reducir su deuda, sino que también deben encontrar formas de ajustar sus economías a las exigencias de una UE que, aunque más flexible que en otros tiempos, no deja de exigir responsabilidad fiscal.
Las cifras no son solo números abstractos. Son la manifestación palpable de la dificultad para gestionar las finanzas públicas en una Europa que, a pesar de la unidad de su mercado común, arrastra profundas diferencias en cuanto a políticas fiscales, estructuras económicas y capacidades de adaptación a los cambios globales. Y es que, a pesar de los esfuerzos por mejorar la sostenibilidad de las finanzas públicas y consolidar las cuentas nacionales, la realidad muestra que la tarea es hercúlea. Los déficits fiscales continúan alimentándose de políticas de gasto público que deben ser revisadas y alineadas a una mayor productividad del gasto, pues parecen entrar en un ciclo vicioso de crecimiento imparable.
La consolidación fiscal, tan codiciada por las autoridades europeas, sigue siendo una meta esquiva. La pregunta, que en el fondo subyace a todos estos números, es cómo será posible reducir de manera continua las necesidades de financiación de los gobiernos y poner en marcha un proceso de reducción de la deuda pública en un contexto de desaceleración económica e inflación nò
totalmente controlada. Si a esto le añadimos los retos estructurales derivados de una población envejecida, la presión sobre los sistemas de bienestar social y las dificultades para impulsar una inversión que revitalice las economías, el panorama se vuelve aún más sombrío.
El déficit fiscal es, por tanto, uno de los principales desafíos a los que Europa tendrá que enfrentarse en los próximos años. Y lo peor de todo es que, por ahora, no parece haber una solución clara ni un consenso efectivo entre los países para abordar esta cuestión de manera conjunta. La sostenibilidad fiscal, en lugar de ser un objetivo alcanzable, parece más bien una ilusión en un horizonte que se aleja a medida que se profundizan las diferencias internas y se multiplican los problemas externos.
Quizá, como siempre ocurre en la historia de Europa, el problema del déficit fiscal no se resuelva de manera ordenada ni en un marco de acuerdos sencillos. Quizá el camino hacia la solución esté lleno de crisis, de enfrentamientos, de ajustes dolorosos que afecten a las capas más vulnerables de la sociedad. Pero lo que parece claro es que, a menos que Europa se enfrente a este desafío con una visión pragmática, la senda de la consolidación fiscal se presentará como una montaña infranqueable. Y si no se actúa con decisión, ese 3% que parece inalcanzable puede terminar siendo el símbolo de una crisis que Europa no sabe cómo evitar.
Déficit de inversión, baja productividad y deterioro del tejido productivo europeo
Europa, antaño el corazón industrial del mundo ha quedado atrás. En 2023, la brecha entre el Producto Interno Bruto (PIB) real de la Unión Europea y el de Estados Unidos alcanzó un alarmante 12%. La distancia no es solo económica, sino también tecnológica: Europa, otrora líder en innovación, ha perdido terreno en mercados clave, especialmente en el sector tecnológico, donde la diferencia se vuelve cada vez más insalvable. Los números son contundentes y reflejan una realidad que ya no puede ignorarse: la productividad de la economía europea se ha rezagado con respecto a la de Estados Unidos, y no parece haber un camino claro para superar este desfase.
Desde el año 2000, la brecha de productividad entre Europa y Estados Unidos ha aumentado en un 8,4%. Esta diferencia, que refleja la falta de eficiencia en la producción y el estancamiento de muchas industrias europeas, tiene una causa clara: la inversión en investigación y desarrollo (I+D). Desde 1991, Estados Unidos ha gastado un 40% más que Europa en esta área, y, entre 2014 y 2021, la tasa de crecimiento anual del gasto en I+D de Estados Unidos fue el doble que la de Europa (5,6% frente a 2,7%, según el FMI). Europa, por su parte, ha fallado en incrementar sus inversiones en innovación tecnológica y, como resultado, el continente ha quedado atrás en una carrera global que parece cada vez más difícil de ganar.
La falta de inversión en I+D tiene repercusiones directas sobre la competitividad de la economía europea. La Comisión Europea, al analizar las solicitudes de patentes en campos clave como la tecnología informática, las telecomunicaciones o los semiconductores, concluyó que, desde 2021, Estados Unidos acumulaba un 86% más patentes que Europa en estos sectores. No solo se trata de patentes, sino de una mayor inversión en capital intangible: el diseño industrial, la inteligencia artificial, los datos, las estructuras organizativas, o los programas de formación de empleados. Todos estos factores son determinantes para la difusión de nuevas tecnologías, y aquí también Europa se ha quedado atrás. En Estados Unidos, la inversión en estos sectores ha sido más dinámica y, a la postre, más eficaz.
Los números no mienten. En cifras de 2024, la productividad media de un trabajador de Estados Unidos medida a través del PIB por hora trabajada era de 85 $, mientras que en Europa era de 60 $ . En países como Irlanda, Luxemburgo y Países Bajos el rendimiento por hora trabajada se encontraba por encima de la media, alcanzando cifras mucho más altas: Irlanda, por ejemplo, registraba 100,89 euros por hora trabajada, Luxemburgo 81,15 y Dinamarca 64,67. Sin embargo, el problema no está solo en los países más rezagados, sino en una tendencia generalizada que amenaza con arrastrar a toda la Unión Europea.
El impacto de esta baja productividad es profundo. Afecta directamente la capacidad de la economía europea para competir en los mercados globales, pero, además, contribuye a una espiral inflacionaria que reduce el poder adquisitivo de los ciudadanos y crea tensiones sociales. La falta de un elevado crecimiento económico sostenible, hace que la competitividad de Europa en la economía global sea cada vez más precaria. La pregunta que surge, entonces, es cómo puede Europa salir de este estancamiento. La respuesta, aunque difícil, parece clara: se necesita una inversión masiva y coordinada en innovación, en tecnología y en el capital humano, pero también un cambio estructural en las políticas económicas y fiscales que permitan a la economía europea volver a crecer de forma sostenida.
El deterioro del tejido productivo europeo, en gran parte impulsado por la falta de inversión en áreas clave, plantea una seria amenaza para el futuro del continente. Si Europa no logra invertir en su propio progreso, la brecha con otras economías, como la de Estados Unidos, se seguirá ampliando, y con ello sus posibilidades de crecimiento y prosperidad. La competitividad es el motor de cualquier economía, y si Europa no encuentra su camino hacia la innovación, el declive será inevitable.
Escasez de mano de obra cualificada
En los últimos diez años, Europa ha sufrido un lento pero inexorable desajuste: la escasez de mano de obra cualificada se ha convertido en un problema transversal, presente en todos los Estados miembros, y afecta a todos los niveles de cualificación, desde los perfiles más básicos hasta los de más alta especialización. Los ámbitos que tradicionalmente eran el bastión de la innovación europea—la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas—son ahora los más castigados por este déficit de capacidades. Un vacío que no solo debilita la competitividad del continente, sino que también pone en peligro su futuro económico y social.
La Unión Europea ha sido consciente de esta realidad durante años, y no han faltado declaraciones en el Parlamento Europeo sobre la urgencia de atraer talento de fuera de sus fronteras. Sin embargo, esos esfuerzos, aunque presentes en los discursos, siguen siendo tibios y tímidos cuando se traducen en acciones concretas. El sistema burocrático, enrevesado y descoordinado, actúa como un freno efectivo para aquellos profesionales extranjeros que deseen contribuir a la economía europea. El coste de ingresar a Europa ya sea a través de una visa de trabajo o con fines académicos, se ve ensombrecido por una maraña de trámites y requerimientos que no hacen más que desalentar la migración cualificada. Y, por si fuera poco, el actual clima de rechazo hacia cualquier tipo de incentivo a las migraciones, reforzado por la creciente desconfianza en la política migratoria, ha convertido el problema en una bola de nieve que, en lugar de deshacerse, crece y se agrava con el tiempo.
Si Europa no comienza a abordar este tema de manera seria, el panorama se presenta aún más sombrío. Las perspectivas a futuro son claras: la escasez de talento no solo afectará a la innovación, sino que, en última instancia, desbordará la capacidad del continente para mantener su lugar en el mundo globalizado. En lugar de ser el faro de progreso que alguna vez fue, Europa podría caer en el peligroso riesgo de convertirse en un espacio obsoleto, incapaz de adaptarse a las exigencias de un entorno cada vez más dinámico y competitivo. La escasez de mano de obra cualificada, más que una simple estadística, es una amenaza existencial para el modelo europeo. Y lo que es peor: su respuesta, aunque necesaria, sigue siendo, por ahora, un susurro en medio del ruido.
Diagnósticos en una retórica continua sin acciones eficientes y contundentes
Los diagnósticos, en el seno de la Unión Europea, sobran. Es un exceso que ya ha alcanzado la categoría de lugar común: reforzar la innovación, mejorar el entorno empresarial, apoyar la inversión pública y privada, optimizar las capacidades de la mano de obra y, por supuesto, garantizar la sostenibilidad de la deuda y la estabilidad macro financiera. Estas son las recomendaciones que el último informe sobre el mecanismo de alerta de la Comisión Europea ha lanzado al aire, como se lanza una moneda al viento en un intento de que caiga de cara. Diagnósticos de una obviedad palpable, pero tan vacíos como las promesas que los acompañan, y tan alejados de una acción real como lo está la luna de la Tierra.
Más allá de estos diagnósticos en bucle, el informe Draghi de septiembre de 2024 se ha encargado de profundizar en lo mismo, como si el repetirse pudiese hacer desaparecer la inercia. Tres pilares fundamentales: innovación, descarbonización y seguridad económica. El primero, con la cantinela de siempre: reforzar el ciclo de innovación, abrazar las nuevas tecnologías, formar a los europeos para enfrentar el futuro, incorporar la inteligencia artificial, ser líderes. Todo un catálogo de medidas grandilocuentes que no hacen más que llenar las páginas de informes mientras las iniciativas concretas se diluyen entre la burocracia europea.
El segundo pilar, la descarbonización, no puede faltar, por supuesto, en este desfile de buenas intenciones. Promesas de reducir los costos de producción de energía renovable, competir con China en la producción de tecnologías limpias. Y no se queda ahí, porque la estrategia mixta de “protección y apertura” se convierte en otro de esos términos ambiguos que parecen tener el poder de encubrir la inacción. Y, finalmente, la seguridad económica, esa vieja canción que busca reducir vulnerabilidades en el acceso a materias primas esenciales, establecer políticas exteriores comunes, y alcanzar una defensa europea que evite la fragmentación. Casi nada.
Lo que todos estos diagnósticos tienen en común es que se presentan como recetas de futuro, pero sin el ingrediente principal: la acción. Todo esto, nos dicen, requiere un mercado único de capitales que permita la circulación de inversión y ahorro entre los estados miembros. Una propuesta que, aunque vigente, se ha convertido en un espectro: rechazada y olvidada desde que Jean-Claude Juncker la anunciara en 2015. Un sueño al que pocos se atreven a dar cuerpo, mientras la Unión Europea, atrapada en su propio laberinto, sigue insistiendo en el diagnóstico sin nunca llegar a la medicina.
Y así, entre diagnósticos repetidos, informes detallados y diagnósticos que no logran materializarse en cambios reales, Europa se ve atrapada en una retórica interminable. Como un político que sabe lo que hay que hacer, pero nunca lo hace. Como una Europa que sabe cuáles son sus problemas, pero, al parecer, está condenada a hablar de ellos, pero no a solucionarlos. Y mientras tanto, el tiempo pasa, las circunstancias cambian, y las soluciones continúan aplazándose.
Barreras autoimpuestas por la UE: el arancel de la sobrerregulación
Según el informe de Draghi, las barreras comerciales internas de la Unión Europea son una pesada losa que lastra el potencial del mercado único. La cifra es elocuente: el costo de estas barreras es equivalente a un arancel del 44 % sobre los bienes. Si nos centramos en sectores clave como la agricultura o los textiles, el peso de esas restricciones se multiplica, alcanzando hasta un 100 % en algunos casos. La Unión Europea, esa organización que se creó con la idea de eliminar fronteras, ha acabado autoimponiéndose unas barreras que, en lugar de fomentar el comercio, lo sofocan.
El fenómeno de la sobrerregulación ha alcanzado niveles tan altos que ha generado una creciente burocracia que no solo complica, sino que paraliza la actividad empresarial. La cantidad de normativas y regulaciones en el seno de las comisiones europeas se ha convertido en un lastre que sofoca el dinamismo económico, impidiendo que las empresas puedan desplegar todo su potencial y aprovechar las capacidades del mercado único. En lugar de facilitar el intercambio y la innovación, la burocracia se ha convertido en una especie de arancel invisible, un obstáculo tangible para quienes intentan hacer negocios dentro del bloque.
Y lo más grave es que esta sobrerregulación no es un mal inevitable, sino autoimpuesto. En lugar de simplificar procedimientos, estandarizar reglas y, sobre todo, desregular en los ámbitos que realmente importan, la respuesta de la UE parece ser cada vez más el exceso normativo. Es aquí donde las propuestas del informe de Draghi, aunque en apariencia necesarias, se vuelven problemáticas: para llevarlas a cabo, se propone una inversión de más de 800 mil millones de euros anuales. Un endeudamiento masivo que, en lugar de resolver los problemas, generaría una presión fiscal aún mayor sobre los ciudadanos europeos, lo que parece una contradicción con los esfuerzos de sostenibilidad financiera que la propia UE defiende.
El plan es ambicioso, sí, pero tiene un inconveniente: no va acompañado de las reformas estructurales que permitirían que la economía europea sea lo suficientemente dinámica como para absorber tales gastos sin caer en una espiral de deuda. Si bien la inversión es imprescindible, hay algo aún más urgente: la necesidad de atraer mayor inversión extranjera directa, consolidar el mercado único de capitales y armonizar estos objetivos progresivamente con los imperativos fiscales y macroeconómicos que la UE exige a sus miembros a través de un sano crecimiento económico sostenido en los sectores con ventajas comparativas . Sin estos pilares, cualquier plan corre el riesgo de quedarse en un espejismo.
Lamentablemente, el principal obstáculo para cualquier cambio sustancial no está en la falta de diagnóstico, sino en la falta de voluntad política. Las medidas que de verdad podrían transformar el panorama europeo, como la desregulación real y profunda, la simplificación de la burocracia, son difíciles de implementar porque suelen ser impopulares y enfrentarse a los intereses de los distintos partidos que dominan las principales economías de la UE. Peor aún, las decisiones erróneas tomadas desde Bruselas, como la apresurada transición energética sin la preparación adecuada, solo han servido para aumentar la brecha de crecimiento con respecto a competidores como Estados Unidos y China. Mientras Europa se queda atrapada en sus propios laberintos burocráticos, el mundo avanza sin esperar. Y así, la gran oportunidad histórica de la UE parece desvanecerse, arrastrada por sus propios lastres. Recientemente un ligero plan para aliviar las regulaciones se ha puesto en marcha, no lo suficientemente transversal cómo lo exige la coyuntura.
Las fallas en la planeación energética en la carrera por sustituir las energías renovables, ya se han demostrado con el apagón en España del lunes 28 de abril, debido a la escasez de centrales eléctricas de respuesta rápida. Solo esto lo suministran el gas, o ciclo combinado o las hidroeléctricas, así como la garantía de estabilidad que ofrecen las centrales nucleares que han ido cerrando paulatinamente.
La guerra comercial, un camino destructivo
Y en este panorama sombrío, como si fuera una tormenta inesperada, se alza la figura de Donald Trump, un personaje tan impredecible como amenazante, que, lejos de apaciguar las tensiones, ha optado por avivar las llamas con una guerra comercial que parece no tener otro fin que la destrucción mutua asegurada de lo que, por más de 70 años, fue un aliado y socio comercial. La historia reciente, sin embargo, parece haber caído en el olvido, y lo que antes fue cooperación se convierte ahora en un campo de batalla económico.
No es una guerra cualquiera, es una guerra que parece construida sobre una premisa errónea: la idea de que el déficit comercial de Estados Unidos con Europa es un mal que debe corregirse a toda costa, sin reparar en las consecuencias. Estados Unidos exporta a Europa cerca de 352.000 millones de dólares, mientras que importa 555.600 millones, lo que genera un déficit de 213.700 millones. En apariencia, una anomalía que Trump decide abordar a través de un enfoque que ya sabemos, tiene más de visceral que de racional: aumentar los aranceles, como si la respuesta a una asimetría comercial fuera cerrarse aún más al mundo.
Lo que no parece querer entender Trump, ni muchos de los que aplauden su postura, es que Europa, lejos de ser un enemigo, es un socio esencial en un entramado global cada vez más interdependiente. Y, sobre todo, que en esta relación comercial no todo es simple aritmética. De hecho, Estados Unidos depende de Europa en sectores clave. Europa es quien suministra 122 productos estratégicos en campos tan sensibles como la química y la farmacéutica. Y la teoría económica, esa misma que Trump parece haber olvidado, subraya algo muy claro: los aranceles, en un primer momento, pueden beneficiar a los sectores protegidos, pero, a la larga, afectan negativamente a los consumidores, que se ven obligados a pagar precios más altos por bienes y servicios que, en principio, eran más baratos. Especialmente cuando esos productos son insumos clave para la industria local.
El coste para Europa de esta nueva política arancelaria no es solo económico, sino estructural. Se estima que podría representar una caída de un punto del PIB cada año, unos 175.000 millones de euros. Pero más allá de las cifras, lo que realmente importa es lo que esa guerra comercial desata en Europa: la necesidad urgente de acelerar las reformas estructurales que, por mucho que se retrasen, son indispensables si Europa desea mantener su relevancia en el escenario económico global. Europa debe reinventarse, adaptarse a una nueva realidad, o seguir a la deriva mientras los barcos del proteccionismo surcan los mares. La guerra comercial de Trump, destructiva e irónica, está obligando a Europa a enfrentarse a su propio futuro con una urgencia que debería haberse dado mucho antes.
Una oportunidad para reencaminar la dirección de la Unión Europea: Algunas consideraciones adicionales
La Unión Europea, a lo largo de su historia, ha pasado por numerosas encrucijadas. Pero pocas veces, como en el presente, ha tenido ante sí una oportunidad tan clara de reorientar su destino. Las fuerzas que la arrastran en múltiples direcciones —proteccionismo, nacionalismos, incertidumbres económicas— también son, al mismo tiempo, una invitación para definir su futuro con una nueva mirada. En este sentido, algunos pasos, si bien arriesgados, podrían marcar la diferencia entre un futuro prometedor y la irrelevancia.
Una de las decisiones cruciales es la posibilidad de ampliar el acuerdo global sobre inversiones entre la UE y China, firmado en diciembre de 2020 dentro de un marco de negociación para la adecuación de sinergias ,que no desmejoren la competitividad de los productos hechos dentro de la UE, y más bien favorezcan un intercambio equitativo. Pero este acuerdo no debe considerarse de manera aislada. Es necesario que se sitúe dentro de un contexto más amplio de negociaciones bilaterales con Estados Unidos, teniendo en cuenta el cambio de rumbo en la política exterior de la administración Trump, que, aunque ya en retirada, dejó una marca indeleble en la economía global. En este nuevo escenario, la UE podría aprovechar la oportunidad para repensar sus alianzas y diversificar sus relaciones comerciales de forma estratégica.
Reorientar los mercados hacia nuevos socios comerciales es una de las estrategias que Europa debe abrazar con urgencia. Países como Canadá, Corea del Sur o Japón, que han sido tradicionalmente estables y pragmáticos, podrían ofrecer alternativas viables en este entorno proteccionista. No se trata de un salto a lo desconocido, sino de expandir las fronteras del mercado común para reforzar una red de alianzas más sólida y menos vulnerable a los vaivenes de las políticas unilaterales.
El fortalecimiento de la cadena de suministros interna de la UE es otro de los aspectos clave. Promover sinergias sectoriales entre los países miembros no solo reduciría las barreras comerciales, sino que también fortalecería la competitividad global de Europa, convirtiéndola en un bloque aún más cohesionada. Y dentro de ese fortalecimiento, es imprescindible reducir el gasto improductivo que actualmente sofoca la capacidad de acción del sector público europeo. Los cuellos de botella en el gasto público, que han sido una limitación histórica para la sostenibilidad fiscal, deben ser erradicados a toda costa si queremos que Europa avance con paso firme.
La transición energética, un desafío ineludible, exige también una visión pragmática. Diversificar las fuentes de energías renovables debe ser el objetivo primordial, pero no se puede obviar el papel que la energía nuclear, aunque polémica, podría jugar en la competitividad de la industria europea. Los costes energéticos están erosionando la capacidad de las empresas para competir a nivel global, y una apuesta por fuentes menos costosas puede ofrecer un respiro necesario, sin dejar de lado las implicaciones medioambientales.
La apuesta por la innovación debe ser un pilar de esta nueva Europa. Invertir en activos intangibles como la inteligencia artificial y crear una plataforma que promueva la inversión continua no es solo un desiderátum, sino una necesidad apremiante. Europa no puede permitirse seguir siendo un espectador pasivo de las revoluciones tecnológicas que están reconfigurando el panorama mundial.
En paralelo, hay que hacer frente a otro de los grandes obstáculos: la maraña burocrática que frena la creatividad y la flexibilidad empresarial. El exceso de normativas, que en muchos casos se convierte en un lastre, debe ser desmantelado de forma radical. Simplificar, estandarizar, y en algunos casos suprimir, regulaciones innecesarias, no solo mejorará la competitividad, sino que liberará el potencial de las empresas para innovar y crecer.
El camino hacia la consolidación de un mercado único de capitales también debe ser una prioridad. En un mundo en el que las oportunidades de financiación son claves para el crecimiento, la creación de un mercado único de capitales en la UE no solo es deseable, sino imprescindible. Un sistema eficiente y accesible de financiación facilitaría las inversiones y permitiría a las empresas europeas competir con los gigantes globales.
Finalmente, Europa debe trabajar con la misma intensidad en el fortalecimiento de su unidad interna. Las fragmentaciones políticas y la creciente polarización —en especial el ascenso de la ultraderecha— son riesgos que no podemos permitirnos. La estabilidad política es la base sobre la que debe construirse el crecimiento económico. Si no se actúa con determinación, Europa podría enfrentarse a consecuencias impredecibles que amenazarían su estabilidad y su futuro.
La UE se encuentra, sin duda, en una encrucijada. Los desafíos son colosales, pero las oportunidades son también vastas. No es momento de permanecer en la retórica vacía de los diagnósticos sin acción, sino de dar los pasos necesarios para redirigir el curso de una Europa que, a pesar de sus imperfecciones, sigue siendo uno de los proyectos políticos más ambiciosos de la historia moderna. Si quiere perdurar y prosperar, debe cambiar. Y cambiar con audacia.