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«Joaquín Crespo y el Gran Elector. Rituales del Poder en la Venezuela Guzmancista: Ascenso y Caída de Telmo Romero» Parte II Por José Luis Farías

comunicados24h por comunicados24h
junio 29, 2025
en "Joaquín Crespo y el Gran Elector. Rituales del Poder en la Venezuela Guzmancista: Ascenso y Caída de Telmo Romero" Parte II Por José Luis Farías, Opinión
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El Taumaturgo de la República

En una ocasión, Telmo Romero desapareció del estado Táchira y, al regresar meses después, narró sus aventuras en La Guajira, anunciando que traía consigo los secretos de los brujos indígenas —el relato que sigue a continuación se sustenta fundamentalmente en la obra de Ramón J. Velázquez: «Joaquín Crespo el último caudillo militar venezolano. Andanzas caraqueñas del curandero tachirense Telmo A. Romero (1884-1887)». Su fama de curandero creció gracias a su habilidad para curar «el mal de ojo en niños y las gusaneras del ganado.» Animado por este éxito, escribió un recetario que combinaba remedios caseros coloniales, conocimientos indígenas y fórmulas propias. Lo publicó en 1883 en San Cristóbal bajo el título «El bien general», sin imaginar que en 1884 el libro alcanzaría notoriedad en Caracas, al punto de recibir el respaldo del Gobierno y ser reeditado por la Imprenta Nacional. Así, sus recetas alcanzaron el estatus de fórmulas infalibles, desafiando incluso a la medicina oficial.

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En San Cristóbal circularon pocos ejemplares, pero Romero no se conformó y emprendió un negocio de ganado en Casanare, Colombia. Compraba reses en Arauca para engordarlas en territorio venezolano y venderlas en Colombia. Para eso, solicitó al presidente del estado Bolívar un permiso de tránsito para seis mil reses. Sin embargo, se negó a pagar el impuesto estatal exigido, argumentando que violaba la Constitución. El gobierno de Bolívar, entonces presidido interinamente por Ramón Mayol, le negó el permiso y prohibió el paso del ganado. Mayol lo acusó de no ser dueño del rebaño y de querer establecer ilegalmente una aduana en Alto Apure.

Al ver frustrado su negocio y acosado por las autoridades, Telmo viajó a Caracas para buscar apoyo político. Recurrió al general Barret de Nazaris, catalán nacionalizado venezolano e influyente figura del liberalismo amarillo, a quien había conocido en San Antonio, estado Táchira. Barret le proporcionó una carta de recomendación para el general Joaquín Crespo, quien lo recibió en «Santa Inés» y lo remitió a su abogado de confianza, el doctor Miguel Caballero. Este elaboró una exposición jurídica que llevó el caso ante el ministro del Interior, general Vicente Amengual. Romero solicitaba la nulidad de la ley de impuestos de Bolívar, al considerar que obstaculizaba la libertad de comercio. Amengual trasladó el reclamo a la Alta Corte Federal.

Mayol respondió afirmando que inicialmente se había concedido el permiso, pero que al descubrir que Romero no era el verdadero dueño del ganado, se revocó. Según él, Telmo intentaba establecer una aduana privada para cobrar cinco bolívares por res. Al ser citado, Romero huyó a Táchira y luego a Caracas, donde presentó su versión ante el poder central. Cuando la respuesta oficial llegó, su rebaño ya se había desvanecido, pero él persistía en su ambición.

Instalado en Caracas, en la esquina de «Las Mercedes», casa número 35, anunció la «primera» (en realidad segunda) edición de «El bien general» y la apertura de un laboratorio de fórmulas medicinales. Entre sus productos destacaban el Jarabe depurativo de Pienchi, el Hemostático de Romero —capaz de detener hemorragias en cinco minutos— y el tónico indígena de Aipiru, eficaz contra afecciones del pecho, fiebres, dispepsia y otras dolencias.

En un aviso en «La Opinión Nacional»Romero resumía los contenidos del libro y sus métodos radicales para curar tisis, sífilis, hemorroides y enfermedades cutáneas, sin importar su gravedad. También ofrecía curar locura y lepra, siempre que el gobierno le otorgara un contrato con exclusividad. Pocos días después, por decreto oficial, su propuesta fue aceptada, lo que causó asombro y burlas en Caracas.

El ministro González Guinán comentó sarcásticamente: “Ahora se van a poner bravos los médicos”. Otros atribuyeron la decisión a la memoria del padre del general Crespo, don Leandro, quien también recetaba en Parapara. Personajes cercanos al Presidente, como Custodio Milano y el catire Pereira, opinaban que todo era cosa de la superstición popular y que, tal vez, el andino Romero —que más bien parecía colombiano— terminaría teniendo éxito, como otras veces el general había tenido suerte en sus apuestas. «Las cosas del general», decían.

Charlatán y Profeta

La historia del «doctor» Telmo Romero, como la del famoso curandero Niño Fidencio, referido por Carlos Monsivais en su libro «Los rituales del caos», protegido por el presidente mexicano Plutarco Elías Calles, y tantas otras biografías en los márgenes del poder latinoamericano del siglo XIX y comienzos del XX, se disuelve lentamente en una bruma de exageración, oportunismo y patologías no sólo físicas, sino también institucionales. Si hay algo revelador en su tentativa de dominar el negocio ganadero entre el Casanare y los Andes venezolanos, es la obstinación con la que pretendía, al mismo tiempo, sustraerse al orden legal y colocarse por encima de él. Y no porque desafiara a la ley por principio, sino porque Telmo, como tantos otros hombres de su época, concebía el poder como una función de su propia invención personal.

La edición tachirense de «El bien general», de la que circularon cerca de cien ejemplares, parecía destinada al olvido en un rincón húmedo de San Cristóbal. Pero Telmo, con el impulso mesiánico que ya lo había llevado a curar la locura con hierros al rojo sobre el cráneo de los orates y a diagnosticar al país con enfermedades morales que confundía con vicios personales, decidió embarcarse en la empresa ganadera como si se tratara de una cruzada civilizadora. Su visión, por supuesto, no era meramente económica: soñaba con un rebaño que atravesara la selva como un ejército que lo legitimara, una legión de reses que dieran testimonio material de su genio organizador y comercial.

No tardó en toparse con la realidad jurídica de la nueva cartografía política que había trazado Guzmán Blanco. La incorporación del Apure al Estado Bolívar, como tantas reformas del dictador civilizador, no era más que una racionalización burocrática del caos federal. En ese contexto, el impuesto por cada res en tránsito, cuya constitucionalidad Telmo combatió con entusiasmo escolástico, era menos un mecanismo fiscal que una trampa para forasteros ambiciosos. A fin de cuentas, el poder local —con su lógica clientelar y su necesidad de imponer límites simbólicos al avance externo— no podía permitir que un autodidacta providencial burlara la cadena institucional con una carta de recomendación.

La presencia del «doctor» Romero en Caracas, buscando amparo en el general Barret de Nazaris y luego en Crespo, revela otra capa de esta comedia moral. Como tantas figuras que se movían en los pasillos de la capital, Romero no acudía al Estado como institución, sino como red de favores. Su apelación al general Crespo, a través del francés convertido en federalista, fue menos un gesto legal que una maniobra escénica. Y como todo espectáculo, incluía un regalo: el ejemplar de «El bien general», presentado no como evidencia científica, sino como reliquia de una misión sagrada. Para Romero, sus jarabes y sus reses eran partes de un mismo proyecto: salvar al país de la enfermedad, del atraso, de sí mismo.

Lo curioso —y aquí la ironía de la historia se impone— es que a medida que aumentaba la complejidad del expediente legal, el caso de las seis mil reses iba perdiendo peso en la realidad. Cuando el ministro Amengual recibió la respuesta del presidente, Mayol lo denuncia era clara: Telmo no era dueño del ganado. Se había instalado en una zona fronteriza e improvisado una aduana personal, cobrando por adelantado lo que la naturaleza —o el azar— todavía no le había concedido. La «aduana de Telmo», como la llamaban los habitantes de Alto Apure, fue quizá el último vestigio de su antigua práctica de timador antes de pasar a su pretensión de redimir el país por medio de una ciencia milagrosa.

En su delirio, había logrado un efecto perverso: cada uno de sus proyectos —el hospital de dementes, la botica portátil, el negocio ganadero— parecía estar animado por la misma lógica de ficción. Pero esta ficción, al igual que los jarabes que prometían curar la locura y el escorbuto en un solo trago, se deshacía en contacto con la administración republicana, incapaz de sostener las visiones personales de sus ciudadanos más creativos.

Lo que Telmo no comprendió —y tal vez nunca quiso comprender— es que el Estado venezolano, incluso en sus versiones más rudimentarias, no podía permitir una interpretación tan personal de la ley, ni una medicina tan libre de diagnóstico. Lo que para él era libertad de comercio, era para los funcionarios una amenaza al débil equilibrio territorial; lo que para él era poder curativo de origen divino, para la élite intelectual caraqueña era simplemente charlatanería revestida de dogma.

Y así, mientras el país entraba en una nueva etapa de centralización burocrática, con Crespo como heredero incierto de un guzmancismo fatigado, Telmo Romero se transformaba lentamente en una figura alegórica: el último taumaturgo de la república, un curandero ilustrado atrapado entre la fe y la codificación legal, entre la selva que lo formó y la intelectualidad que lo desdeñaba.

«Las cosas del General»

«Las cosas del general», repetían todos en Caracas, como si al enunciar la frase, barnizada de resignación y de una ironía apenas disimulada, pudieran conjurar el desconcierto que causaba la figura de Telmo Antonio Romero. La ciudad, aunque acostumbrada a las apariciones repentinas de caudillos con baratijas milagrosas y libros proféticos, no dejaba de estremecerse ante la energía brutal y el carisma inconexo de aquel hombre, que con igual desenvoltura se proclamaba científico, reformador, profeta y empresario.

La esquina de «Las Mercedes», hasta entonces apenas un ángulo anodino en el plano urbano, comenzó a volverse punto de romería. Allí acudían los curiosos, los enfermos, los descreídos, y los que, sin fe ni esperanza, aún buscaban en los ungüentos de Romero una última forma de consuelo. No era raro ver a alguna dama de sociedad, velada con discreción, entrar al número 35 acompañada por un criado silencioso y salir media hora después con un frasquito envuelto en papel de estraza. A esa hora, Telmo estaba ya tras el mostrador, con su levita de lino blanco, hablando de las virtudes del “tónico indígena” como quien recita un salmo. Se decía que lo había aprendido de un chamán durante una fiebre en las ciénagas de Tucupita. Se decía, también, que la receta estaba escrita en un códice maya que Romero conservaba envuelto en tela de cacao y oculto bajo su catre.

El contrato con el gobierno, rubricado entre volutas de tabaco y con la premura con que se cierran los tratos equívocos, fue defendido en la prensa oficial como “una alianza entre el saber popular y la voluntad ilustrada del Estado”. Aquel lenguaje, cuidadosamente ambiguo, dejaba abierta la posibilidad de que, si el experimento fallaba, nadie fuera del todo responsable. Pero si por ventura tenía éxito —y algunos ya hablaban de curas milagrosas entre los internos de Los Teques—, entonces el gobierno podría presentarse como mecenas del progreso.

Romero, entretanto, no se dejaba ver fácilmente. Alternaba días de actividad frenética con períodos de encierro absoluto, durante los cuales se decía que escribía la tercera parte de «El bien general». La tercera parte de «El bien general», titulada con la modestia habitual de su autor como «El porvenir celeste de la patria hispánica», es sin duda la cúspide de su delirio editorial: una mezcla embriagante de mística patriótica, fisiología inventada y constitucionalismo botánico. Aquí, Romero no solo intenta curar la república con bejucos y decretos, sino también refundarla como si fuese una botica con bandera. El lector atento —si alguno sobrevive a las primeras diez páginas— se encontrará con profecías geopolíticas dictadas desde un laboratorio improvisado y fórmulas para purgar el alma nacional con agua de anís y disciplina moral. Que el manuscrito quedara inconcluso no sorprende: incluso el delirio tiene sus límites, y al parecer Telmo los alcanzó justo cuando empezaba a dictar su plan para convertir el Congreso en un sanatorio. La denominación de los capítulos evidencian el maniqueísmo del texto:

Capítulo XI. El cuerpo político como organismo enfermo
Capítulo XII. La federación de los puros: esbozo de un nuevo orden terapéutico
Capítulo XIII. Contra el doctorismo sin alma: por una medicina nacionalizada
Capítulo XIV. El deber del curandero: entre la cruz y la Constitución
Capítulo XV. Epístola a los hijos del siglo XX (fragmentaria)

“La verdadera independencia será medicinal o no será.” – T.R.

Algunos aseguraban haberlo oído de noche, desde la calle, dictando a un secretario invisible mientras caminaba de un lado a otro en su laboratorio, como un animal de feria encerrado con sus visiones.

Y sin embargo, tras esa fachada de delirio y mesianismo, había en Telmo una lógica interna, una forma de pensamiento que no se plegaba al escepticismo moderno pero tampoco lo ignoraba. Como esos profetas rusos que Edmund Wilson estudió con perplejidad, Romero parecía vivir en una región limítrofe entre la fe y la impostura, donde la curación del cuerpo era sólo un episodio dentro de un drama mayor: la regeneración moral, racial y espiritual de la nación.

En Caracas, lo comprendieran o no, lo sentían. Porque no se trataba sólo de un vendedor de tónicos o de un General jubilado con nostalgia de mando: era, como apuntó un editorial anónimo, “la encarnación errante del siglo XIX que se niega a morir”. Y si bien las élites murmuraban con escepticismo y los médicos lo tachaban de “taumaturgo de feria”, había ya quienes comenzaban a imitar su estilo, a ensayar sus fórmulas, a hablar de “nacionalizar la medicina” y “descolonizar la terapéutica”.

Así, sin quererlo, el Curandero estaba fundando escuela.

La canonización laica del curandero Telmo Romero

El caso Telmo Antonio Romero, leído a través de las páginas casi litúrgicas de la Memoria del gobernador Bello, se vuelve uno de esos episodios donde la farsa y la sinceridad se confunden con una facilidad desconcertante. Es un fenómeno no infrecuente en la historia de América Latina, en la que los límites entre la administración del Estado y las ilusiones del pueblo han sido, a menudo, maleables. La inclusión oficial de Romero —curandero, profeta civil, empresario de la sanación— en el sistema institucional de salud no debe ser vista únicamente como una extravagancia del régimen de turno, sino como un testimonio revelador del vacío entre la ciencia académica y las expectativas populares.

En otras palabras: allí donde la medicina oficial fracasaba o simplemente no llegaba, aparecía el “Doctor”, como lo llamaban ya sin ironía sus adeptos, con su retórica de redención y sus fórmulas de brebaje. Caracas no tuvo una revolución científica; tuvo un contrato.

La literalidad con la que se insertó el documento bajo el número 300 en los archivos legislativos recuerda al lector atento los procedimientos con los que en la Edad Media se canonizaban santos: basta con que un milagro, real o supuesto, estuviese debidamente registrado. Así, en un país que aún oscilaba entre el siglo de las Luces y la superstición pastoral, se proclamaba —sin proclamarlo— el nacimiento de una medicina nacional, independiente, práctica, mestiza. Y no deja de ser significativo que tal proclamación ocurriera no desde la universidad ni desde el hospital, sino desde el lazareto y el asilo, esos depósitos del dolor incurable que la ciudad prefería no mirar.

Era un fenómeno sintomático: el poder, ante la imposibilidad de resolver el sufrimiento con medios racionales, abre paso al mesianismo técnico. Romero no era un impostor en el sentido vulgar; su obra respondía a una lógica más profunda, quizás incluso inconsciente. Era, como tantos personajes trágicos del siglo XIX, un hombre que operaba dentro de una estructura ideológica que lo excedía. Y así, lo que se presentaba como filantropía presidencial era en realidad un experimento nacional, y lo que se proponía como ensayo terapéutico era en el fondo una operación político-espiritual: restituir la esperanza en el milagro por la vía del contrato legal.

Los términos del convenio revelan tanto como ocultan. La asignación de 460 bolívares mensuales más 2.000 por cada cura certificada podría parecer, en otro contexto, una medida brutal de eficiencia capitalista aplicada al dolor humano. Pero en la Venezuela de 1884, donde el rector de la UCV apenas cobraba 600 bolívares, la cifra no hacía sino consagrar al taumaturgo como una figura pública remunerada en proporción a sus promesas. Su autoridad ya no era sólo carismática o popular: era ahora fiscalizable.

Y, sin embargo, lo más inquietante del asunto es la naturalidad con que este tránsito se llevó a cabo. Nadie protestó, en ese momento, desde las academias. Ninguna tribuna médica se alzó con vehemencia. Las élites, que veían con suficiencia la cruzada de Romero, preferían comentarla en voz baja, como si el hecho de que un curandero se hiciera cargo de los enfermos más desesperanzados del país no fuera, en sí mismo, una abdicación del saber ilustrado. En esto, también, se repetía el drama de tantos países postcoloniales: el saber oficial, incapaz de resolver la crisis, se replegaba con dignidad herida, dejando el terreno libre a quien supiera ocuparlo con audacia. Ya llegaría la protesta dura.

El país, mientras tanto, se acomodaba. En las imprentas se vendían ediciones de «El bien general» con cintas tricolores, los lazaretos empezaron a recibir visitas de periodistas, y los internos de Los Teques —cuya locura nadie se había molestado en clasificar— comenzaban a hablar del «doctor» Romero como de un enviado. Había comenzado no sólo un experimento clínico, sino una liturgia política. Y con ella, el largo y ambiguo reinado del médico-mesías.

Jarabes y hierros al rojo vivo

En Telmo Romero, el taumaturgo tachirense elevado por decreto a la categoría de médico de Estado, se manifiesta ese fenómeno perturbador que con tanta nitidez percibimos en ciertas figuras de la historia moderna: el visionario cuya audacia y carisma logran secuestrar por un tiempo la racionalidad pública, deformándola hasta volverla irreconocible, y al que sólo el tiempo —o la catástrofe— termina por desenmascarar. En la Venezuela de Crespo, aún adormecida entre el caudillismo posindependentista y la incipiente modernidad positivista, Telmo Romero no fue simplemente un curandero afortunado: fue un síntoma.

La cláusula quinta del contrato con el gobernador Bello consagró el paso definitivo del entusiasmo al delirio: al poner bajo su control no sólo el asilo de alienados y el lazareto, sino también la Casa de Beneficencia, los hospitales generales y hasta la Cárcel Pública, el gobierno otorgaba a Romero una autoridad médica y moral de carácter casi pontificio. El laboratorio de la esquina de «Las Mercedes», rodeado de cántaros, frascos y plantas colgadas del techo como ofrendas rituales, se transformó en la Santa Sede de una nueva medicina, improvisada pero sacralizada por el poder político.

Y en el lenguaje de sus avisos de prensa, esa medicina alcanzaba su expresión más reveladora. Cada frasco, cada siropo, no era simplemente una fórmula: era una promesa de redención. Jarabe de Aipiru, Tónico Indígena, Gran Hemostático, nombres que evocaban tanto lo ancestral como lo sobrenatural, eran vendidos con una elocuencia que recordaba más a los panfletos milenaristas que a los tratados médicos. La voz impresa de Romero, sus frases circulares y enfáticas, se desplegaban como un catecismo laico: “no hay enfermedad sin cura”, “el aneurisma se detiene”, “la vida se prolonga”, “la sangre se apacigua”.

El éxito, inevitable, tomó proporciones grotescas. Desde pueblos remotos como San Casimiro llegaban informes de curaciones milagrosas, envueltas en relatos que oscilaban entre la superstición y la propaganda. En totuma, en cucharadas, en gotas, el pueblo consumía no solo medicina, sino la narrativa tranquilizadora de que el mal —todos los males— tenía su antídoto. El diario oficial, «La Nación», por su parte, comenzó a construir el culto con meticulosidad sacerdotal: reportajes, testimonios, notas breves, una liturgia de papel al servicio del general Crespo.

La apoteosis llegó, cómo no, con su viaje a los Estados Unidos. Allí, en la «gran república», obtuvo no sólo el “título” de Doctor en Ciencias Médicas y Quirúrgicas —expedido, según se decía, por el «Colegio Médico de Belle Vue» en Boston, del que no quedó jamás registro verificable—, sino una nueva aureola, la del sabio internacional. Regresó como quien ha sido investido por una potencia superior. El elogio gubernamental fue inmediato: en Caracas, cada línea que publicaba «La Nación» era una estrofa del nuevo evangelio científico.

Pero fue entonces cuando el personaje empezó a desbordar los límites de su mito. De médico nacional pasó a reformador universal. Atacó la langosta como plaga agrícola, y el onanismo y la ninfomanía como plaga moral. En sus nuevas obras, ya no hablaba sólo de enfermedades corporales, sino de vicios secretos, de “suicidios invisibles” del alma, de una decadencia física y espiritual cuya raíz residía, según él, en la imaginación mal gobernada del joven. La medicina se transformó en ética; la ética, en higiene nacional.

La tercera edición de «El Bien General», con sus secciones dedicadas al “vicio solitario”, marca el tránsito definitivo hacia la patología total: una voluntad de curarlo todo, de limpiar la nación desde la epidermis hasta el alma. El onanismo, el furor uterino, el delirio mental, todo tenía su planta, su baño, su siropo —y, si era necesario, su hierro al rojo vivo.

Porque ese fue, quizá, el momento en que la farsa se quebró y el drama se hizo visible: los tratamientos en Los Teques. Pedro Emilio Coll, testigo lúcido y por momentos horrorizado del siglo XIX venezolano, describe los gritos nocturnos que descendían por la neblina desde el manicomio. Romero, que predicaba la reforma moral de la juventud, introducía instrumentos candentes en los cráneos de los alienados, convencido —como muchos lo estaban en Europa también— de que el dolor podía reorganizar la mente. No era sólo crueldad; era una metafísica del sufrimiento. Por eso «no se limitó a recetar pócimas inofensivas: se propuso curar la locura ajena introduciendo hierros al rojo vivo en el cráneo de los enfermos. Esta práctica, llevada a cabo en el manicomio de Los Teques, causó espanto entre los habitantes del pueblo, quienes escuchaban por las noches, a través de la neblina, los lamentos desesperados de los internados»

Edmund Wilson, que en «El Castillo de Axel»exploró las conexiones entre el misticismo, la literatura y la neurosis, habría reconocido en Telmo Romero una figura emblemática: un curandero que se transforma en ingeniero de almas, un moralista que disfraza de ciencia su lucha contra el caos. No fue el único en su tipo. Pero sí uno de los pocos que lograron, aunque brevemente, subvertir el aparato racional del Estado moderno y erigir, desde un laboratorio lleno de hierbas y frases retóricas, una suerte de teocracia terapéutica.

Y cuando el humo se disipó —cuando los gritos de Los Teques comenzaron a filtrarse en los cafés de Caracas, cuando los médicos se atrevieron por fin a denunciarlo—, el país no se había curado, pero había aprendido algo: que la fe, cuando se administra como política pública, puede tener el sabor dulce de un jarabe… o el filo brutal de un hierro candente.

La taumaturgia como Estado

En 1884, el gobierno venezolano se embarcó —casi sin saberlo— en una de sus operaciones más curiosas: institucionalizar la fe. En un país que alternaba entre la gramática ilustrada del positivismo y la superstición como consuelo, el expediente Telmo Romero no fue una anécdota médica, sino una manifestación cultural de primer orden. En los archivos del Estado se movían memorandos, firmas y cifras como si se tratase de un trámite regular, cuando en realidad lo que se procesaba no era sólo el pago de servicios sanitarios: era la legalización del milagro.

El lenguaje administrativo del momento, seco y numérico, intenta dar racionalidad a lo que no es sino una transacción entre el dolor del pueblo y la retórica de la redención. Se pagaban Bs. 10.000 por cinco enajenados curados, Bs. 40.000 por otros veinte, y Bs. 32.000 más al final del año. A eso se añadían Bs. 70.000 por los 35 leprosos que Romero declaraba, sin titubeos, «curados». A razón de Bs. 2.000 por cabeza, el contrato era claro: si el cuerpo sanaba —o si decía sanarse—, el Estado pagaba. Ningún informe médico detallado, ningún estudio de seguimiento. Bastaba el certificado de un par de doctores y la voluntad presidencial. En otro contexto, habría parecido farsa. En la Venezuela de Crespo, era política pública.

Las doctrinas que convertían las pasiones en sistemas y los delirios en instituciones, convertían a Telmo Romero una figura arquetípica: el profeta práctico. No el loco puro, ni el embaucador sin talento, sino el iluminado que, con una mezcla de intuición y cálculo, interpreta el malestar colectivo y lo convierte en oficio. Como los predicadores de la fiebre espiritual norteamericana, que Edmund Wilson estudió, Romero no buscaba convencer a los sabios sino redimir a los desahuciados. Y en esa redención, ofrecida en frascos y tónicos, se encontraba el verdadero núcleo de su poder.

Romero, que ya no pensaba en leprosos ni locos, giraba ahora en torno a su «Botica Indiana», anunciada con el fervor gráfico que en otras latitudes se reserva para lanzamientos bíblicos o revoluciones tecnológicas. Su nombre figuraba en periódicos, carteles, remedios. No era sólo un farmacéutico de la imaginación popular: era un constructor de símbolos. Y como tal, empezó a recibir lo que todo símbolo reclama en la política latinoamericana: enemigos. Médicos universitarios, liberales puros, cientificistas ofendidos, todos ellos encontraron en Romero la evidencia de que el país aún prefería el ungüento al microscopio, la oración a la tesis doctoral.

Pero lo que más escandalizaba a la élite ilustrada no era la ignorancia de Romero, sino su legitimidad. El Presidente lo defendía, los periódicos lo alababan, las instituciones lo premiaban. Una academia francesa —nadie sabría nunca si era real o no— lo nombraba Miembro Protector, mientras en Los Teques se colocaban sus retratos junto al del mismísimo Presidente. Como si la taumaturgia hubiese dejado de ser una superstición periférica y se hubiera instalado, con toda naturalidad, en el centro del aparato del Estado.

Los opositores acusaban al régimen de abdicar ante la credulidad popular. Telmo respondía con su acostumbrada mezcla de mesianismo y provocación: los médicos mataban con su ciencia, él salvaba con su naturaleza. «La Nación», diario oficial, lanzaba diatribas contra los “resentidos” y los “imitadores de lo europeo”. El contraste era grotesco y fascinante a la vez: en una república que se definía como liberal, federal, positivista, la figura más protegida del momento era un curandero que prometía curar el aneurisma con brebajes vegetales y reorganizar la moral nacional desde el hígado y los nervios.

Este episodio no era una rareza tropical, sino una confirmación de algo más inquietante: cuando el conocimiento fracasa en resolver el sufrimiento, el poder delega en la fe. No una fe trascendental, sino una fe aplicada, dosificada, convertida en mercancía y liturgia. Los frascos de Romero eran sacramentos, y el acto de pagar por ellos —desde el Tesoro Público— era el nuevo ritual cívico. El Estado, al no poder sanar, administraba la esperanza. Y en ese gesto, profundamente moderno aunque con vestiduras arcaicas, encontraba su forma de control más sutil: dar alivio, aunque fuera simbólico.

La ceremonia del 28 de octubre, con los retratos de Crespo y Romero colocados solemnemente en el asilo de enajenados, resumía toda la escena con una eficacia teatral. En lugar de Newton y Pasteur, los locos del hospital miraban cada día a un militar y a un sanador. El país, en pleno trance de refundación científica, ofrecía como imagen del futuro a dos figuras que representaban —cada una a su modo— la redención por decreto.

Cuando años más tarde el nombre de Telmo Romero desapareció de los archivos y las boticas, nadie podía decir si había sido un fraude o un creyente. Pero la lógica que lo consagró no se extinguió. Seguía viva en cada nueva promesa de salvación, en cada anuncio de curación nacional sin cirugía, sin trauma, sin dolor. Romero fue menos un personaje que una alegoría: la del Estado que, al borde de sus posibilidades, delega en el milagro… y le paga.

«Esperanza en frasco»

Así se elevaba Telmo Romero, a los ojos del pueblo y del régimen, no como un mero curandero sino como una especie de taumaturgo de Estado, investido no sólo con la autoridad sanitaria, sino con la facultad de representar un consuelo metafísico en un país que aún oscilaba entre la medicina y el mito. Y es precisamente esa fusión de prácticas primitivas con avales administrativos lo que da al episodio su carácter revelador: no se trataba simplemente de un contrato, sino de un gesto fundacional, un ritual de consagración en el cual el poder político renunciaba discretamente a la razón ilustrada, a cambio de una fe popular más manejable y más rentable.

En el laboratorio de «Las Mercedes» —ese espacio intermedio entre botica y altar— Romero elaboraba no sólo jarabes, sino una gramática del milagro útil, una sintaxis del consuelo inmediato. Su lenguaje, ampuloso y reiterativo, no difería tanto del de ciertos predicadores del Segundo Gran Despertar norteamericano, que Edmund Wilson estudió con mezcla de asombro y desconfianza. Pero lo que en los Estados Unidos se mantuvo en los márgenes del fervor rural, en Venezuela se instaló en el corazón del Estado, porque allí donde fallaba la ciencia, el gobierno encontró rentable delegar en el chamán.

Lo más asombroso del caso Romero, sin embargo, no es su auge, sino la velocidad con que fue institucionalizado. En menos de un año, pasó de ser una curiosidad de esquina a convertirse en figura central del discurso oficial. Los médicos universitarios, con su latinismo y su microbiología apenas esbozada, no podían competir con la elocuencia del “Tónico Indígena”. Ellos ofrecían diagnósticos; Romero ofrecía redención. Y si había que pagar 2.000 bolívares por cada leproso, se pagaba. Porque, en el fondo, lo que se compraba no era una curación individual, sino una narrativa nacional: la promesa de que incluso los incurables podían volver a ser útiles a la patria.

Era inevitable que surgieran fisuras. Las cartas cruzadas con Crespo, la exaltación en «La Nación», los ataques a la Universidad, el acto solemne en Los Teques: todo componía una liturgia en la que el régimen intentaba blindar su mito. Pero cuanto más crecía el culto a Romero, más evidente se hacía la contradicción que lo sostenía: la república del progreso positivista abrazaba sin ironía a un profeta de lo irracional. Y esa contradicción no era simplemente un desliz: era la manifestación de un deseo colectivo —el deseo de que el dolor nacional, la miseria heredada, pudiera resolverse no con reformas ni ciencia, sino con una palabra mágica, con una botellita de vidrio y fe.

Es aquí donde Romero deja de ser simplemente una figura excéntrica y se convierte en un síntoma. Su figura desborda lo médico y lo político: es un intento desesperado de dotar al fracaso estructural de un rostro amable. Cuando los gritos del manicomio comenzaron a ascender por la niebla de Los Teques, como lamentos de una modernidad abortada, no fue Romero quien fue puesto en cuestión, sino los que habían osado criticarlo. Porque en ese momento, Venezuela no podía permitirse prescindir de su médico-mesías: necesitaba creer, necesitaba pagar.

Romero, como tantos profetas sin epílogo, terminaría por disolverse en el fondo turbio de la historia menor. Pero su paso por la escena, su brevísima teocracia médica, dice más sobre la naturaleza del poder latinoamericano —y su relación ambigua con la razón— que muchos tratados. Fue, como escribió Coll con amargura, una “esperanza en frasco”, pero también un espejo: un espejo oscuro en el que la república creyó ver su regeneración… y sólo encontró su deseo.

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