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Joaquín Crespo y el Gran Elector. Rituales del Poder en la Venezuela Guzmancista: Ascenso y Caída de Telmo Romero» Parte III Por José Luis Farías

comunicados24h por comunicados24h
julio 6, 2025
en José Luis Farías, Opinión
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La Universidad de los Sortilegios

En una ciudad todavía cubierta por el polvo del siglo y el letargo colonial, donde los burros se pasean con más autoridad que los ministros y la electricidad es aún una promesa del porvenir, Venezuela se desmorona entre condecoraciones, curanderos y el rumor persistente de que nada es demasiado grotesco para ser verdad. Aquí, en esta república que aún huele a cuero y a tinta de decretos manuscritos, donde el machete del caudillo reemplaza al bisturí y la toga del jurista se confunde con la del hechicero, el saber es un campo de batalla más, no entre ideas, sino entre supersticiones.

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Fue el 17 de junio de 1885 cuando el presidente Joaquín Crespo —un hombre de bigotes acerados, temple montonero y prosa telegráfica— decidió, con gesto tan firme como ajeno a la risa, concederle a Telmo Romero, curandero de oficio y taumaturgo por devoción, la Medalla de Instrucción Pública. El decreto, aún empapado de tinta, citaba los «servicios prestados y méritos adquiridos en este importante ramo», refiriéndose al nebuloso campo del saber donde la medicina, la superstición y la propaganda del régimen se confundían.

Telmo Romero, por su parte, no parecía entender el alcance de su elevación. Hombre enjuto, de mirada penetrante y voz atiplada, acostumbraba curar fiebres y melancolías con infusiones de corteza de ceiba, exorcismos domésticos y lecturas de orina. Su gabinete —una choza en los linderos de La Pastora— era visitado con igual frecuencia por analfabetas desesperados y damas de sociedad. A su modo, representaba la Venezuela que no quería morir: esa mezcla de magia, ignorancia y necesidad que se aferraba a los viejos modos como si el saber ilustrado no fuese más que otra forma de brujería.

Pocos días antes, la misma medalla había sido conferida al ilustre Aníbal Dominici, jurista sobrio y rector de la Universidad Central de Venezuela, hombre de verbo lúcido y pluma cartesiana. La equiparación de ambos nombres en el mismo pergamino, rubricado por el Ejecutivo, revelaba ya una distorsión profunda en el alma nacional: no era tanto la exaltación de lo absurdo, sino la institucionalización del disparate.

La noticia pasó, al principio, como tantas otras en la Caracas de entonces: envuelta en la bruma del rumor, despreciada por los ilustrados, festejada por los leales. Pero con la cercanía del retorno de Guzmán Blanco, a quien Crespo —con la obediencia de un subalterno fiel— debía entregar el poder, los murmullos tomaron cuerpo. Se decía, entre las bancas del Congreso y los portales del centro, que Crespo planeaba dejar a Telmo Romero como rector de la Universidad. Que el curandero sería ahora el jefe supremo del saber. Que las cátedras de anatomía enseñarían a leer los huesos como quien interpreta dados, y que el viejo laboratorio de química se transformaría en un altar para la lectura de sahumerios y bebedizos.

Los estudiantes de medicina, indignados hasta el ridículo, organizaron procesiones satíricas. Visitaron casas, tocaron puertas y, con falsa solemnidad, ofrecieron como obsequio el opúsculo de Telmo Romero: un librito de hechizos y consejos naturales, mitad herbolario, mitad evangelio apócrifo. En las paredes de la Facultad aparecieron pintas que decían: “¡San Telmo rector! ¡La ciencia se cura con aguardiente!”

La Modernidad de Venezuela como Máscara: Telmo Rector

Pero, como siempre en nuestra historia, lo grotesco nunca fue obstáculo para lo posible. Si el país era un feudo, ¿por qué no iba la Universidad a ser un sanatorio de espíritus y fiebres, regido por un brujo condecorado?

Los cronistas de la época apenas se atrevieron a denunciar el hecho. No por cobardía, sino porque entendieron que el disparate no es solo una anomalía, sino un síntoma. Que la barbarie que se asoma en los actos del poder no es capricho, sino espejo.

Y así, entre decretos de incienso y condecoraciones al absurdo, la república siguió su marcha, tambaleante, como un borracho iluminado por una lámpara de keroseno, convencido de que camina hacia el porvenir cuando en realidad solo da vueltas en la misma plaza.

Pero mientras el grotesco alcanzaba la cúspide en el anhelo rectoral del curandero Romero, otra Venezuela, más sutil y trabajosa, horadaba su camino a fuerza de mármol, telégrafo y latín. Era la Venezuela de Guzmán Blanco, el Autócrata Civilizador, cuyo proyecto de nación se escribía con claraboyas, códigos civiles y avenidas simétricas. Bajo su égida, se alzaron palacios de justicia y escuelas; se construyeron teatros para el alma y cloacas para el cuerpo. Se secularizó el cementerio, se expulsaron curas, y la enseñanza pública, gratuita y obligatoria a los niños de la patria, no era una gracia de Dios, sino un producto de la razón.

Esta modernización, sin embargo, era más fachada que fermento. Caracas tenía ya su reloj público y sus cúpulas francesas, pero la superstición seguía reinando en los suburbios y en las almas. En los patios de las casas solariegas, aún se colgaban escapularios para espantar la fiebre, y no pocos diputados consultaban a espiritistas antes de votar una ley. La República intentaba entrar al siglo XX con zapatos lustrados, pero aún arrastraba bajo la levita el cilicio del siglo XVIII.

Los positivistas, por su parte, trataban de traer orden al caos. Inspirados en Comte y armados con manuales de fisiología, estos hombres —Adolfo Ernst, Rafael Villavicencio, José Gil Fortoul, Lisandro Alvarado, entre otros— soñaban una nación regida por leyes naturales y estadísticas. Querían reemplazar la teología con la higiene, el sermón con la tabla de mortalidad. Fundaban revistas, dictaban conferencias, polemizaban en francés y escribían tratados que pocas imprentas nacionales podían reproducir.

Pero incluso ellos sabían que, mientras un brujo pudiera ser nombrado rector, su lucha no era contra la ignorancia, sino contra la estructura misma de lo real venezolano. La ciencia, en Venezuela, no era todavía una institución, sino un acto de fe para minorías desesperadas.

Cuando Guzmán Blanco regresó al país, como emperador tropical montado en su carruaje con escudos dorados y trajes de sarga blanca, se le presentó la absurda historia del rector-curandero. Dicen que, al escucharla, soltó una carcajada breve y luego, sin decir palabra, mandó a archivar el caso. Porque sabía que en su país, lo importante no era desmentir lo ridículo, sino hacerlo olvidar.

Telmo Romero, al final, nunca fue rector. Su nombre desapareció como desaparecen los charcos tras la lluvia: sin aspavientos. Volvió a su botiquín de cáscaras y santos, mientras la Universidad seguía su curso errático entre el saber y la superstición.

Y así fue como la Venezuela de finales del XIX —con un pie en la civilización y otro en la cueva— intentó levantarse sobre los hombros de sus contradicciones. En un país donde los telégrafos llevaban decretos a aldeas sin alfabetos, y donde los hospitales atendían a pacientes con rezos y vapor de eucalipto, la modernidad no era un estado: era una máscara. Una máscara brillante, diseñada en París, pero que aún dejaba asomar, por las comisuras, los colmillos de la barbarie.

El Desagravio a Vargas en su Centenario

En el centenario del natalicio del Dr. José María Vargas, el 10 de marzo de 1886, la Universidad Central de Venezuela, con su arquitectura venerable y su patio central de historias centenarias, fue testigo de un evento que, aunque fugaz, se inscribió con tinta indeleble en las márgenes de la memoria política del país. La protesta que allí tuvo lugar no fue un estallido ruidoso, sino más bien un susurro en la vasta geografía de la historia venezolana, algo que se deslizó como una sombra en el vasto panorama de las luchas por el poder. Quizá por su naturaleza clandestina, o por la inconformidad latente que se filtraba en cada rincón del régimen de Antonio Guzmán Blanco, la protesta tuvo una resonancia oculta, un eco que, sin embargo, seguía siendo parte del aire pesado que impregnaba la vida política del país.

El acto, surgido de las entrañas mismas de la Universidad, fue promovido por aquellos mismos estudiantes que el año anterior habían protagonizado los eventos de la famosa Delpiniada —una tragicomedia, en verdad, que preludiaba la rebelión popular contra la larga dominación del autócrata Guzmán Blanco. Este nuevo episodio de resistencia se desarrollaba en nombre de El Delpinismo, que se alzaba no sólo contra los símbolos de la antigua gloria, sino contra la espiral de corrupción que marcaba la administración del poder en Caracas.

Vargas, el hombre de ciencia, símbolo de civismo y reputado por su figura intachable, se había convertido en un objeto de veneración; sin embargo, la celebración de su centenario, realizada en el marco de una serie de actos organizados por la Facultad de Medicina, se tornó en el pretexto perfecto para una protesta velada contra los modos de gobernar de Joaquín Crespo que en el fondo era un repudio a Guzmán Blanco y su órbita de seguidores. La ceremonia misma —una especie de escenificación ceremonial de veneración y devoción— fue un trasfondo donde la verdad de las intenciones se filtró con escaso pudor. Los estudiantes de medicina, en su fervor, no se contentaron con los discursos vacíos de la celebración, sino que, con furia y desdén, redujeron a cenizas los ejemplares del panfleto «El Bien General» al pie de la estatua del doctor Vargas, como si con ello quisieran purificar el espacio de la memoria del país de la infección de la corrupción política y moral.

El Grito de los Caídos

Era más que un simple acto de denuncia; era un grito, un estallido de lo que ya no podía ser contenido, una reafirmación de esa tensión interna que palpita en cada rincón de un régimen que, en su putrefacción, comenzaba a desmoronarse lentamente. El simple pero rotundo “Abajo Thelmo Romero” resonaba como la condena definitiva no solo del hombre que, con su sombra alargada, se mantenía en la intimidad de Joaquín Crespo, el presidente que parecía ejercer más poder como espectro que como figura tangible, sino también de todo un sistema que, como una enfermedad crónica, ya había comenzado a corroer las entrañas del país. Romero no era solo un nombre, sino el reflejo de aquellos tentáculos del poder, esos tentáculos invisibles que sujetaban al país en un abrazo mortal, sumiéndolo en la corrupción, la manipulación y el miedo. Los jóvenes, al clamar por su caída, no estaban solo exigiendo la derrota de un individuo; estaban, en un acto colectivo, pronunciando una suerte de condena a un sistema entero, un sistema que había logrado implantar su hegemonía a través de la mentira, el fraude y la traición.

Pero, como era de esperar, muchos fueron detenidos, sus cuerpos arrestados por la maquinaria represiva del régimen. Sin embargo, la lucha no se apagó. En el Colegio Nacional del Táchira, en San Cristóbal, la protesta que nació en Caracas echó raíces rápidamente, y lo que parecía un simple reflejo de la indignación estudiantil se transformó en un movimiento que hizo eco en toda la nación. El fervor, esa energía vibrante que los estudiantes canalizaban, no se detuvo ni ante las amenazas ni ante las represalias. La quema de imágenes y símbolos del poder representaba más que un acto de destrucción; era una demanda de purificación, un intento de arrancar de cuajo todo lo que el régimen había impregnado en el cuerpo social. La adhesión a este movimiento se extendió, como un virus imparable, desde Mérida hasta Maracaibo, uniéndose en un clamor común, un testimonio de que la historia de Venezuela no estaba dispuesta a ser escrita bajo los dictámenes de unos pocos.

Incluso la figura de José María Vargas, cuya historia parecía ya parte de un pasado lejano, se reavivaba como un símbolo de la lucha por una Venezuela más justa, y su nombre, como un faro, regresaba a la conciencia colectiva de aquellos que aún se atrevían a soñar con un futuro mejor. En cada uno de estos gestos, en cada uno de estos movimientos, se reflejaba la lucha no solo por una revolución política, sino por una revolución moral, una resistencia a la degradación de todo lo que alguna vez había significado dignidad en el país.

La protesta, tan efímera como pudo haber sido, condensó en su gesto una rebelión no solo contra los hombres de poder, sino contra las promesas rotas de un país que no había logrado materializar su imagen de progreso. Aquella Venezuela, que en su rostro emergente intentaba adoptar las formas de la civilización europea, sufría la misma contradicción interna que arrastraba a su clase gobernante. La expansión de los créditos, las promesas de mejora urbana y el bullicio de las reformas parecían meros adornos de una farsa política, mientras que la realidad del poder se encontraba cimentada en un régimen de personalismo desenfrenado, en la corrupción galopante y en una teatralidad vacía.

Es en este clima —donde la modernidad se volvía cada vez más un escaparate para la vana gloria personal y donde la oposición, aunque fragmentada y caudillista, comenzaba a respirar los aires de un malestar generalizado— que Guzmán Blanco, que había sido adulado y sostenido como el gran caudillo de la modernidad, se percató de la cercanía de su propia decadencia. El poder, que tan firmemente había ejercido, comenzaba a desvanecerse en el aire, como un espejismo que se deshace ante la luz de la realidad.

Las crónicas nos cuentan que fue en 1887, ya consumado el sentido de su propia irrelevancia, cuando Guzmán Blanco —sin la grandeza que alguna vez le dio su figura de reformista tropical— susurró, casi como un acto de auto-conocimiento, a su esposa Ana Teresa Ibarra que había llegado el momento de abandonar definitivamente Caracas. Se marcharía, con la misma determinación con la que el país lo había aclamado, a París: esa ciudad donde la civilización y la cultura le prometían una nueva forma de vida, donde, tal vez, el exilio se ofrecía como una última válvula de escape para ese hombre que se había creído eterno.

Y así, en su marcha, Guzmán Blanco se vio sin duda a sí mismo como los héroes fundadores que, alguna vez, en su esplendor, habían sido elevados al rango de mitos nacionales. Páez, exiliado en 1847; Monagas, humillado en 1858; todos ellos eran ya recuerdos de un ciclo agotado, figuras de un pasado glorioso que se arrastraban hacia el olvido. El fin del mito del «Ilustre Americano» parecía inevitable, pero igual que los antiguos caudillos de la independencia, Guzmán Blanco se retiraba no con la conciencia de su fracaso, sino con la certeza de que, como la historia misma, su mito también estaba destinado a extinguirse.

La Protesta Universitaria de 1886 y la Lucha por la Justicia

En un país marcado por las sombras de la discordia, donde la lucha entre el orden establecido y las nuevas voces que claman por un cambio parece no cesar, los universitarios de Venezuela decidieron alzar su voz en un acto que, por su naturaleza misma, era tanto un desafío como una demanda: la acusación formal al Ministro de Instrucción Pública, Doctor Narciso López Camacho, por su papel en los eventos ocurridos en la sede universitaria el 10 de marzo de 1886.

No era un simple choque de opiniones o una disputa menor entre figuras políticas; era un enfrentamiento visceral entre la universidad, bastión del pensamiento y la libertad, y el gobierno, siempre alerta y dispuesto a someter cualquier brote de rebeldía. Los estudiantes, con su energía juvenil y su ardor por la justicia, acusaron al Ministro de una flagrante violación de la ley. La gravísima acusación, que resonaba en cada rincón de la comunidad universitaria, no era solo un reproche por una acción puntual, sino una declaración más amplia sobre el modo en que el poder se había infiltrado en la educación, utilizando la fuerza como respuesta a cualquier disidencia.

La crónica de la suerte corrida por esta acusación no era solo una historia de enfrentamientos inmediatos, sino de cómo las instituciones de la República, gobernadas por intereses políticos y sociales más que por principios de equidad y justicia, respondían a los reclamos de aquellos que aún soñaban con un país en el que la educación y el libre pensamiento fuesen el camino hacia el progreso. Ante el caso, se constituyó una comisión parlamentaria que, con todo el aparato del Estado a su disposición, se encargó de estudiar el expediente. Pero el resultado no fue lo que los universitarios habían esperado, ni lo que muchos en la nación consideraban justo. Los documentos acumulados, aquellos que la comisión había reunido con esmero, no fueron suficientes para poner en tela de juicio la responsabilidad del Ministro López Camacho.

Con una frialdad que parecía propia de los procedimientos burocráticos, la comisión dictaminó que los elementos probatorios no alcanzaban para someter a juicio al Ministro acusado. La justicia, al parecer, se había equivocado una vez más. Pero aquí, en medio de la aparente indiferencia de los que ocupaban las sillas del poder, surgió una chispa de esperanza: la mayoría de la cámara parlamentaria, aunque aprobando el informe de la comisión, decidió dictar un acuerdo más personal, más humano, que rompía con la rigidez institucional. En ese acuerdo, la cámara no solo intercedió ante el presidente Crespo para pedir la liberación de los estudiantes detenidos, sino que también pidió que se suspendieran todas aquellas medidas que pudieran perjudicar su desarrollo académico.

Este gesto de la cámara, a pesar de su limitada efectividad en términos de justicia formal, revelaba una fractura en el sistema. El acto fue una concesión simbólica a la comunidad universitaria, una pequeña victoria en medio de una batalla política que se libraba entre los que detentaban el poder y aquellos que luchaban por los ideales de libertad y dignidad humana. Pero la pregunta persistía en el aire: ¿era este un avance real hacia la democracia y la justicia, o simplemente otro intento del poder para calmar las aguas, disimulando su omnipresencia?

Como en muchas otras ocasiones de la historia venezolana, lo que se evidenciaba era la tensión entre un sistema que prefería mantener el statu quo y aquellos que, aún bajo el peso de la represión, buscaban transformar ese mismo sistema desde sus cimientos. La victoria de los estudiantes no era absoluta; la sentencia de la cámara, tan apenas simbólica, aún se encontraba atrapada en el terreno de la política real, donde las soluciones a menudo eran más pragmáticas que justas. No obstante, el acto de la cámara, por pequeño que fuera, mantenía viva una llama de resistencia, una advertencia al régimen de que la educación, el pensamiento libre y la dignidad de los jóvenes no podían ser aplastadas sin más.

En esos días de marzo de 1886, se jugaba algo más que la suerte de un grupo de estudiantes detenidos. Se jugaba el alma misma de una nación que, con sus contradicciones y sus vacilaciones, aún no sabía si tomar el camino hacia la libertad o seguir atrapada en la trampa de sus propios miedos. La protesta estudiantil, su acusación, y el informe parlamentario, eran solo los esbozos de una lucha que seguiría, incansable, transformándose a medida que las generaciones de venezolanos siguieran luchando por lo que creían justo.

El Eco de la Protesta

En la tarde de aquel viernes santo, el 23 de abril de 1886, un aire pesado recorría Caracas, mientras las sombras de la política se cruzaban con las luces de la protesta universitaria. Según relataba «El Espectador» de Caracas, al cierre del debate en el Congreso y tras conocerse la negativa de la Cámara de Diputados para iniciar el proceso de acusación contra el Ministro de Instrucción Pública, Dr. Narciso López Camacho, un grupo de estudiantes, fervorosos y al borde del desespero, se dirigió hacia la emblemática Esquina de Las Madrices donde se encontraba la famosa Botica Indiana.

«Los estudiantes—cuenta don Santiago Key Ayala—se dividieron en dos grupos. El primero se estableció calle de por medio, en la acera oriental de ‘Las Madrices’, frente a ‘Las Ibarras’. El segundo, en ‘Las Madrices’, frente a ‘La Torre’, en la misma acera de la Catedral». La manifestación que se desplegaba no era un simple acto de desafío, sino un grito visceral de repudio y protesta contra lo que los jóvenes percibían como la descomposición de un sistema. Era una manifestación que, como suele ocurrir con los movimientos populares, era tanto inesperada como inevitable. En una Caracas ya desgarrada por las luchas políticas y sociales, la protesta estudiantil se encontraba no solo en un contexto de indignación inmediata, sino también en una de esas tensiones subterráneas que parecían haberse tejido en cada rincón de la ciudad.

La Botica Indiana, en su esquina, parecía el espacio perfecto para canalizar aquella furia. «Se trataba de una manifestación de antipatía y de protesta», un simple acto de desobediencia, si bien cargado de simbolismo. Con las voces resonando, uno de los estudiantes de medicina, tal vez en un impulso irreflexivo, lanzó una piedra. La piedra, a la que parecía destinarse una furia contenida, golpeó la balanza colocada sobre el mostrador. «La piedra dio en la balanza colocada sobre el mostrador, rebotó con fuerza y saliendo por una de las dos puertas fue a caer entre el grupo estacionado en la acera de la Catedral». Fue ese el momento exacto en que el caos se desató. La ciudad, en su usual desorden, parecía acumular las piezas necesarias para la explosión.

«Una voz gritó: ‘¡Están tirando desde la botica!’ Fue el desastre.» El llamado al caos resonó como un eco de lo que el país vivía en ese momento: un sistema en completa decadencia, donde los hilos del poder se entrelazaban con la corrupción y la incapacidad administrativa. Las calles, en su desorden habitual, estaban desatendidas. Los empedrados de la época, mal hechos o destruidos, se convirtieron en armas improvisadas en manos de los estudiantes. «Centenares de ellas llovieron en un momento sobre la botica». Los estantes de la farmacia, antaño tan tranquilos, cedieron bajo la furia juvenil. Las «grandes ojos de colores», como si fueran sentinelas, fueron los primeros en sucumbir al impacto de las piedras. La familia que regentaba la botica huyó rápidamente, y, de un golpe, la vieja botica quedó desmantelada.

La noticia de los disturbios llegó rápidamente a las autoridades. El cuartel de policía, situado cerca de la «Esquina de Doctor Paul», no tardó en reaccionar. En formación cerrada, la policía se acercó desde la «Esquina de San Jacinto» adoptando una actitud de represión inmediata. Sin embargo, «los manifestantes se retiraron con rapidez hacia la Catedral», buscando refugio en los oficios religiosos que se celebraban ese día. La policía, sin perder la oportunidad de reprimir, penetró por la misma puerta. En un instante, la congregación religiosa se convirtió en una escena de confusión. «Comenzó la concurrencia a huir de la iglesia», y las campanas del desastre sonaron en el interior del templo. La anécdota se cerró con el inesperado cierre de la Catedral: «los oficios se terminaron por los canónigos y el clero a puertas cerradas», mientras las autoridades tomaban control de la situación.

Aún en la noche, la ciudad seguía vibrando con el eco de los sucesos. En carruajes, los habitantes de Caracas pasaban por las calles, repitiendo el mismo grito de protesta que había surgido en medio de los disturbios: «¡Abajo Telmo Romero!» La frase, en su crudeza, sintetizaba mucho más que un simple ataque a un individuo. Era una declaración contra el sistema, contra la administración que parecía inquebrantable, y contra aquellos que, como Telmo Romero, encarnaban la corrupción y la falta de justicia.

Mientras tanto, en el campo político, los eventos seguían su curso. Crespo, agotado por años de liderazgo, esperaba el día de su retirada. El 24 de abril sería el día en que el Dr. Manuel Antonio Diez se declararía habilitado para asumir el gobierno. La transición del poder se produjo bajo el signo de la incertidumbre. El 25 de abril, el gabinete de Crespo renunció oficialmente, y el 27 de abril, el Dr. Diez asumió la presidencia interina.

Ese mismo 28 de abril, en la Gaceta Oficial, se publicaba una nota del Ministro de Instrucción Pública, dirigida al rector de la universidad, en la que «se declaraba que el presidente de la República (Crespo), estimando suficientemente compurgada la falta que suscitó la expulsión de varios alumnos del instituto, había resuelto ‘suspenderla’». Esta suspensión, aunque un gesto de aparente clemencia, no era sino un reflejo de las maniobras políticas que se realizaban entre bambalinas.

Y así, el ciclo de represión, protesta y cambio continuó su curso. «El 8 de mayo siguiente el rector de la universidad declaraba que, después del cambio de gobierno, del indulto in articulo mortis y por supuesto de la pedrea, se había reanudado las faenas del instituto con la mayor regularidad y orden.» Pero el sistema, aunque aparentemente restaurado, seguía cargado de las tensiones no resueltas.

Con la llegada de Guzmán Blanco al poder, el ciclo parecía completarse. Pero para Telmo Romero, la historia no terminó con la restauración del caudillo. «Un poco tarde —escribe don Ramón J. Velázquez— aprendió Telmo Antonio Romero una lección que no pudo entender en los lejanos días de su vida entre las tribus: que en Venezuela, perdido la gracia del poder, es loco vuelve a ser loco y el leproso vuelve a ser leproso.»

La historia, como siempre, se repite en ciclos de desesperación, esperanza y olvido. Cada generación de venezolanos, de alguna forma, es testigo de la eterna batalla entre la reforma y la conservación, entre la rabia de los oprimidos y la fuerza de los que detentan el poder.

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