En una tarde de 1970, José Pepe Mujica conversa con otros hombres en una mesa del bar La Vía de Montevideo. Un parroquiano reconoce que son guerrilleros Tupamaros y los delata. La policía rodea el lugar. Mujica recibe seis disparos. En el Hospital Militar lo atiende un cirujano que “era un compañero, un tupa por abajo”. “Me da un balde de sangre y me salva. Es como para creer en Dios”, dice Mujica. 54 años después, está sentado en el pequeño salón de su casa rural de Rincón del Cerro, a 15 kilómetros de la ciudad, rodeado de libros, pequeñas esculturas, cuadros y fotografías. Hay una estufa a leña, un televisor pequeño y un par de sillas dispares. Una luz blanca cuelga del techo. Sobre una mesilla hay un vaso de agua y pañuelos de papel. Mujica se levanta la camisa celeste y muestra la gasa que cubre el orificio por donde lo alimentan. “Él es tan raro… Tiene nueve tiros. Cuando le pusieron el cañito encontraron el agujero de un viejo balazo y se lo pasaron por ahí”, dice su esposa, Lucía Topolansky, exvicepresidenta, senadora y diputada.
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