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La otra cara: «El hombre que no iba a quedarse», por José Luis Farías

comunicados24h por comunicados24h
julio 13, 2025
en La otra cara: "El hombre que no iba a quedarse", Opinión, Por José Luis Farías
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El 13 y el 14 de diciembre de 1908 hubo manifestaciones populares contra Cipriano Castro en Caracas. Así quedó registrado. El 19, hubo un golpe de Estado. Eso también consta. Y el 20, Juan Vicente Gómez habló. Y lo que dijo —eso sí— fue memorable, incluso admirable, incluso conmovedor, si uno quiere ponerse generoso: prometió garantías constitucionales, prometió practicar la libertad “en el seno del orden”, respetar la soberanía de los estados, proteger las industrias, «vivir en paz y armonía», y, sobre todo, prometió que solo la ley imperaría con su “indiscutible soberanía”.

Prometió todo eso y más. Prometió lo que siempre se promete cuando se toma el poder sin haberlo ganado del todo.

Pero ya se sabe: lo que los hombres prometen cuando llegan al poder casi nunca es lo que hacen después. Porque el poder no transforma a los hombres, como suele decirse; simplemente los revela, los desnuda.

Gómez, entonces, no sería un títere de Castro. No estaría ahí para sostenerle el trono mientras el expresidente se curaba en Europa de las consecuencias de su vida licenciosa, ni para simular un interinato que le preparara el regreso triunfal. No era eso. No fue nunca eso. Aunque, durante años, muchos —casi todos— quisieron creerlo. Lo cierto es que la vieja alianza entre Castro y Gómez, esa hermandad de hierro que había comenzado en 1886, fortalecida a partir de 1899, en las montañas andinas, murió el 19 de diciembre de 1908. Murió bajo la sospecha de una conjura —real o imaginaria— que, según Gómez, había logrado “hacer abortar” en la mañana del día anterior, un presunto atentado contra su vida interpretado de un supuesto telegrama en el que Castro habría enviado la orden de asesinarlo a través de un mensaje cifrado que rezaba: «la culebra se mata por la cabeza». Con esa excusa —esa narrativa— cortó de raíz su pasado con Castro, como quien se sacude un cadáver incómodo.

Y entonces, sucedió lo de siempre: Venezuela, agotada de tanto caudillo, de tanto abuso, de tanta violencia, vio en Gómez no una repetición, sino una esperanza. Lo vio como el hombre del momento. Lo que es decir: un mal necesario, un remedio de transición, una pausa para respirar. Lo apoyó. Lo esperó.

Creyó —oh, cómo creyó— que todo era provisional. Que la Constitución de 1904, que situaba a Gómez en la presidencia solo de forma interina, sería respetada. Que en 1911, al concluir el período constitucional de Castro, se abriría una nueva etapa. Que bastaban dos años y medio de orden para comenzar de nuevo. Que Gómez, ese hombre aparentemente sin ambiciones, entregaría el poder y se retiraría a sus tierras.  “De haber muerto en 1912 —escribió Manuel Caballero en «Gómez el tirano liberal (Anatomía del poder)»— sobrarían en Venezuela sus estatuas.” Y con ello aludía a una lógica perversa pero frecuente: la tendencia de las sociedades a confundir la eficacia con la virtud, la estabilidad con la legitimidad, la represión con el orden.

Legalidad sin justicia

Pero hay fechas que tienen la costumbre de no cumplirse. El calendario, ese invento tembloroso del poder, señalaba 1911 como término del periodo constitucional. Pero el tiempo, cuando se lo toma por las riendas, obedece. Y entonces, no fue 1911. Fue antes. O fue después. O nunca fue.

Había caído Cipriano Castro, ruidoso, estruendoso, mal avenido con las formas. Lo había sustituido su sombra. Su compadre. Su financista. Su corrector. Gómez. Silencioso, sobrio como una piedra. El país entero entró en una especie de pausa muda, como quien retiene el aliento por miedo a sí mismo. No hubo resistencias épicas. Sólo una alfombra que se extendía bajo los pasos del nuevo hombre fuerte.

No pasó nada. Porque no podía pasar. Porque la historia, cuando quiere ser irónica, siempre se repite como comedia que se toma en serio.

Lo primero que hizo Gómez, una vez instalado, fue anunciar una reforma constitucional. No fue un movimiento sorpresivo: la Constitución de 1904, pensada por y para Castro, había sido diseñada precisamente para eso. Para poder ser cambiada cuando conviniera. Y convenía.

El Congreso Nacional de 1909 —el mismo que unos años antes había aplaudido a Castro sin pestañear— se encargó de la tarea. En agosto, declaró “enmendada y adicionada” la Constitución, derogó la de 1904, y nombró a Gómez «Presidente Provisional». Lo hizo con el mismo entusiasmo con que antes había servido al caudillo que ahora repudiaban. Lo hizo, como tantas veces, en nombre de la legalidad. Que no es lo mismo que la justicia, aunque suenen parecido.

Entre las reformas —una ironía dentro de otra ironía— se incluyó una: los períodos presidenciales durarían cuatro años a partir del 19 de abril de 1910. Una fecha simbólica, una fecha de fundación, una fecha que transformaba el interinato en mandato legítimo.

Aunque no todo era cinismo. Los congresistas —quizá por remordimiento, quizá por decencia, quizá por cálculo— incluyeron dos artículos, el 84 y el 145, que prohibían la reelección y cerraban la puerta a nuevas reformas con ese fin. Era, en teoría, una barrera. Era un “hasta aquí” dirigido al propio Gómez.

Los doctos, los sabios, los reformadores reunidos en Caracas a comienzos de 1909, eran hombres de letras y de leyes. De ambiciones educadas. Buscaban el pretexto. Y lo hallaron. No la dictadura, no. Sería una reforma. Una disminución. No de libertades, sino del periodo presidencial. Seis años eran muchos. Cuatro, más razonables. El país respiraba con alivio.

Pero era un espejismo. Una pequeña trampa de palabras. Porque el clamor que salió de aquella asamblea era hueco, calculado. No se recortaban años al poder; se recortaban obstáculos a la permanencia. La elección del futuro Presidente ya no sería obra del sufragio, sino del Congreso. Es decir, de ellos mismos. Un círculo cerrado.

El general José Manuel Hernández —“El Mocho”— lo vio. Percibió la trampa. Denunció, alzó la ceja, dijo lo que otros callaban. Pero pronto calló también. Se le ofreció un asiento en el nuevo Consejo Federal. Y aceptó. Porque en el fondo, todavía soñaba con sentarse en el solio de los presidentes.

Gómez también aceptó, obvio. Firmó la nueva Constitución. Juró cumplirla. Juró no perpetuarse. Y todos, otra vez, quisieron creerle.

En su mensaje al Congreso de 1910, dijo lo que tenía que decir: que había sido investido como «Primer Magistrado Provisional» por mandato del pueblo y en nombre de las promesas de rectificación política. Y días después, fue electo Presidente de la República para un período completo de cuatro años. Resultado: en lugar de dos años y medio, tendría cinco años y cuatro meses en el poder. Y después, claro, vendrían más.

Todo eso, según él mismo, de acuerdo a “las manifestaciones de la opinión popular en mandamientos plebiscitarios”. Es decir, con el aval del pueblo. O con el simulacro del aval. Que, a efectos prácticos, venía siendo lo mismo.

Y aquí es donde la historia se transforma en advertencia: nadie, absolutamente nadie, sospechaba entonces que Gómez quería quedarse. Nadie imaginaba que heredaría la ambición enfermiza de Castro. Nadie pensó que destruiría su propia Constitución —como Castro había destruido la suya— para quedarse por siempre.

Y sin embargo, eso fue exactamente lo que hizo. Lo hizo con legalidad, con solemnidad, con liturgia republicana. Lo hizo como se hace hoy, también, en muchos países: no con bayonetas, sino con firmas. No con sangre, sino con tinta.

Y el resultado fue el mismo: el poder absoluto, disfrazado de legalidad absoluta.

Y así, el hombre que no iba a quedarse se quedó.

La Costumbre del Caudillo

No solo se quedó. Se instaló. Se enraizó. Se fundió con el poder como si siempre hubiera estado allí, como si su voluntad fuera más antigua que las leyes y más duradera que la historia. Se quedó hasta que ya nadie recordaba cómo era el país sin él. Se quedó hasta que el interinato se volvió régimen, y el régimen se volvió sistema, y el sistema se volvió costumbre. Y la costumbre —esa forma perezosa del consentimiento— lo legitimó más que cualquier constitución.

Porque lo esencial no fue la reelección, ni siquiera la reforma de 1914 que le otorgó siete años más de poder sin necesidad de prohibir explícitamente la alternancia. Lo esencial fue el método: hacer pasar la excepción por norma, y la norma por obstáculo innecesario. Gómez no suprimió la democracia de un golpe: la vació desde dentro, la hizo decorativa, prescindible. La volvió una ceremonia sin contenido. Y cuando ya nadie creía en ella, simplemente dejó de fingir.

¿Hubo protestas? Algunas. ¿Resistencias? Sí, las hubo. La Universidad Central de Venezuela, siempre la Universidad, y algunos dirigentes políticos que se sintieron engañados. Pero nunca suficientes. Porque lo que Gómez comprendió —como pocos lo han comprendido— es que el poder, cuando se ejerce con frialdad, con paciencia, con apariencia de legalidad, no necesita ser temido: basta con que sea aceptado. Basta con que nadie lo cuestione en voz alta. Basta con que la idea de cambiar las cosas parezca más peligrosa que dejarlas como están.

Y así se consolidó la anomalía: un país sin libertad que no se creía esclavo. Un Estado de excepción convertido en Estado natural. Una república sin ciudadanos, solo con súbditos agradecidos.

Al final, Gómez murió en el poder. Como Castro quiso, pero no pudo. Como tantos otros en América Latina antes y después. Murió viejo, respetado por sus beneficiarios, temido por sus adversarios, venerado por sus aduladores. Murió como un patriarca, no como un dictador. Lo enterraron como fundador de la paz, como restaurador del orden, como benefactor de la nación.

Pero la verdad —la verdad que no cabe en los discursos oficiales ni en las estatuas de mármol— es otra:

Gómez no sólo pacificó Venezuela; la paralizó. No impuso el orden; impuso el silencio. No salvó la república; la secuestró con guantes blancos. Y su legado no fue la estabilidad, sino la prolongación de una enfermedad política: la del caudillo que se cree imprescindible, la del pueblo que confunde obediencia con seguridad, y la del país que, una y otra vez, elige al hombre que dice que no va a quedarse… para que se quede.

Porque esa es, quizá, la más vieja y más peligrosa de nuestras costumbres: creer que esta vez será distinto.

La Comedia Constitucional

Había que fingir. Gómez lo entendía a la perfección. El país podía prescindir de muchas cosas, menos de las apariencias. Así que para legalizar lo ya decidido, para barnizar con tinta oficial lo que ya era costumbre de bayoneta, se convocó un Congreso de Plenipotenciarios. Con ese nombre antiguo, redondo, solemne, se montó la farsa. Se dijo que los movimientos revolucionarios habían interrumpido el proceso electoral. Que el pueblo debía ser consultado. Y, por supuesto, que el orden debía ser restaurado.

La restauración, en boca de Gómez, era una fórmula. Y la fórmula era doble: habría dos presidentes. Uno visible y otro verdadero. Un actor de vestíbulo y un General de patio de armas. Gómez sería Presidente Electo y Comandante en Jefe del Ejército. Victorino Márquez Bustillos, el abogado, el obediente, sería Presidente Provisional. Una figura decorativa que oficiaría de primer ministro sin gabinete, sin peso, sin voz. Un simulacro perfecto. Bastaba con un hombre que firmara lo que le pusieran delante. El guion estaba escrito.

Y fue entonces, en medio de esta mascarada institucional, que surgió el niño de la sorpresa: Rafael Arévalo González creyendo que se respetaría el llamado electoral que correspondía. El 11 de junio de 1913, desde su periódico, «El Pregonero», lanzó lo impensable. Nombró a un candidato. Propuso al doctor Félix Montes para el período 1914–1922. Montes, el joven de Guayana. Profesor, jurista, político de temple cívico. Montes era todo lo que el régimen detestaba: limpio, civil, valiente. Lo propuso con palabras claras, como si la ley aún existiera.

La respuesta fue inmediata. Gómez no necesitó discursos. Le bastaron gestos. Arévalo González fue arrestado. Otra vez a La Rotunda. Otra vez el silencio del calabozo. Montes huyó a Curazao. Comenzó su exilio. No volvería hasta 1936, cuando Gómez ya no estaba. Cuando todo ya era otro país, pero con las mismas sombras.

Desde Curazao también habló Leopoldo Baptista. La memoria ingrata de Gómez. El viejo doctor que le había abierto las puertas del poder en 1908, ahora le hacía una lista de cargos. Un inventario minucioso de traiciones. Lo llamó «torpe», «inicuo». Le reprochó haber cambiado a los presidentes de Estado como quien mueve muebles. Haber disuelto el Consejo de Gobierno. Haber encarcelado al único candidato legal. Haber declarado al país en guerra sin enemigos. Haber suspendido garantías, elecciones, derechos. Haber roto «brutalmente todas las instituciones que juró respetar y hacer respetar».

Pero Gómez no respondía con palabras. Respondía con hechos. Y los hechos eran cárceles llenas, fronteras cerradas, editoriales prohibidos, telegramas interceptados. A la prisión de Arévalo González y la supresión de las elecciones se sumó una medida definitiva: la clausura de la Universidad Central de Venezuela. Una universidad cerrada es un país sin preguntas. El aula sellada, los libros callados, los pupitres vacíos eran la escenografía perfecta para un régimen sin dudas.

Los estudiantes reaccionaron. Se organizaron. Firmaron manifiestos. Denunciaron la maniobra reeleccionista. Se atrevieron a llamar al país a luchar por la Constitución. Pero el eco no fue suficiente. Uno a uno fueron detenidos: Enrique Tejera, Alfredo Damirón, F. S. Ángulo Ariza, Gustavo Machado, Nicomedes Zuloaga, Salvador de la Plaza, Oscar Augusto Machado. Algunos saldrían tiempo después. Saldrían, sí, pero ya no serían los mismos. Irían a Europa. A estudiar. A pensar. A esperar.

Porque si algo dejó Gómez con su silencio armado, fue una generación exiliada. Una diáspora de ideas. Jóvenes que aprendieron fuera lo que el país les prohibía adentro. Semillas lanzadas al viento. Algunas caerían en tierra fértil.

Pero eso sería después. Por ahora, en 1913, todo estaba en orden. El Congreso de Plenipotenciarios había hablado. La Constitución había sido restaurada, como se restaura un retrato: pintando encima. Y Juan Vicente Gómez era Presidente. Otra vez. Legal, legítimo, eterno.

O eso parecía.

Repetición y Silencio

Pero la eternidad, incluso la de los tiranos, se fatiga. Y Gómez lo sabía. Por eso no gobernaba con palabras, sino con rutinas. Todo era repetición. Cada decreto era una copia. Cada elección, un simulacro. Cada acto de gobierno, una liturgia sin alma.

Había creado un país de ficciones sólidas: un Congreso que aplaudía de pie antes de que se hablara, ministros que llegaban ya inclinados, jueces que dictaban sentencias desde la primera página. La ley era una actriz vieja, maquillada con tinta oficial. Y nadie, ni siquiera los enemigos, creía ya en ella.

La prensa estaba domesticada. Los telégrafos, intervenidos. La educación, cerrada con cerrojos. Los periódicos del interior repetían los partes del Gobierno como letanías. Un país de papel cebolla. Un país sin eco.

En los patios de La Rotunda, los presos caminaban en círculos. Algunos contaban los días. Otros los olvidaban. Afuera, la ciudad seguía su curso con una especie de resignación coreografiada: misas, banderas, discursos del 5 de julio cuidadosamente editados. La palabra “libertad” había sido sustituida por “orden”. Y el orden tenía un solo rostro.

A veces, alguna voz se alzaba. Un estudiante. Un editor. Un viejo político desde Curazao o Barranquilla. Pero la protesta era débil, fragmentaria, como un balbuceo contra el rugido del Estado. Nadie quería ser el próximo en desaparecer. Nadie quería una carta con remitente militar. Nadie quería La Rotunda.

Y así se vivía: entre el miedo, el bostezo y el simulacro. El gomecismo no era solo represión: era repetición. Un país detenido en el gesto. Una coreografía que se ejecutaba cada año, cada decreto, cada ascenso. Incluso el uniforme de los soldados era el mismo. Solo cambiaban los apellidos de los muertos.

Pero nada dura para siempre. Ni siquiera el silencio.

En Europa, el mundo se incendiaba. En Rusia, el zar había caído. En Alemania, el Káiser huía. En México, la revolución cantaba corridos. Las ideas viajaban más rápido que los barcos. Y en algún cuarto de pensión en París, Gustavo Machado escribía. Pensaba. Aprendía. Salvador de la Plaza leía a Marx en Europa. Enrique Tejera cruzaba las bibliotecas para graduarse de médico. Oscar Augusto Machado hacía cálculos de futuro ingeniero. La historia estaba cambiando de forma. Y ellos lo sabían.

Eran pocos. Estaban lejos. Pero estaban vivos.

Mientras tanto, en Venezuela, los estudiantes que no habían huido callaban. Algunos se volvían médicos, ingenieros, abogados en la sombra. Otros aprendían a fingir. El país sobrevivía como se sobrevive a una inundación: subido al tejado, esperando que baje el agua.

Gómez, desde Maracay, no temía a la política. Temía al tiempo. Al paso invisible de las generaciones. Por eso cerró la universidad. Por eso llenó las cárceles. Por eso fundó un Estado que respiraba por él. Sabía que cuando una juventud piensa, un régimen envejece.

Y así continuó la comedia constitucional.

Cada siete años, el telón subía. Se anunciaba una elección. El Congreso le pedía que continuara. El pueblo, decían, lo aclamaba. Él, desde su escritorio, firmaba con desgano. Era el César renuente. El “Gendarme necesario». El patriota que no quería el poder pero lo aceptaba por deber. La misma obra, el mismo actor, el mismo aplauso.

Pero tras bambalinas, la historia escribía otra cosa. Muy despacio, como gotea el agua en la piedra. Muy lejos, como el eco de una tormenta. Pero escribía.

Porque cada generación exiliada, como cada semilla lanzada al viento, acaba por encontrar su tierra. Y aunque Gómez seguía ahí —inamovible, legal, legítimo, eterno— algo ya se había roto.

El país no lo sabía aún. Pero el telón un día no volvería a subir. Y pasó lo inevitable: la muerte llegó a su puerta.

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