Un día de mayo de 1985, Kevin Cooper pisó por primera vez el corredor de la muerte de la prisión estatal de San Quintín, en la bahía de San Francisco. Hace tres semanas, 39 años después, dejó atrás una de las cárceles más antiguas, famosas y temibles de Estados Unidos durante otro día de mayo rumbo a su nuevo hogar: el Centro de Atención Médica de Stockton, que tiene nombre de hospital, pero es una penitenciaría en mitad de la nada. Aún pesa sobre él la pena capital, pero el cambio, dice, “ha sido como pasar del infierno a una especie de cielo”. Ya no está obligado a ir esposado y con escolta siempre que está fuera de la celda en la que cumple condena por un crimen que asegura que no cometió. Tiene el doble de espacio y una ventana por la que ve el cielo. Le ha bajado la presión arterial, pero lo mejor, cuenta en una llamada telefónica que a cada rato interrumpe una voz que advierte de que la conversación está siendo grabada, es que en la nueva prisión le dan hielo.
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