Era habitual verle por las calles de la ciudad conduciendo su furgoneta, yendo él mismo a comprar comida al mercado para el resto de los diáconos. O cambiando una rueda entre el barro y el agua en uno de sus muchos viajes, de hasta 3 horas, a las comunidades profundas de los Andes, incluso en la temporada de lluvias torrenciales. También era habitual que se arremangara ante los grandes empresarios para conseguir dinero, por ejemplo, para plantas de oxígeno durante la pandemia. No alardeaba, no daba lecciones de humildad o de servicio. De hecho, no hablaba mucho. Simplemente lo hacía. El obispo Robert Prevost predicaba con el ejemplo.
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